viernes, 9 de octubre de 2009

EI último suspiro del Conquistador / V

Navegaciones

Pedro Miguel
Foto
Foto de Cora Bravo Laborie, en http://flordeasfalto-cors.blogspot.com/
E

l cuarto de servicio de la casa había sido transformado en bodega desde la infancia de Jacinta, y ésta había encontrado allí un refugio frente al orden y la razón de los adultos. En ese cuarto se había resguardado para no hacer las tareas escolares, allí había soñado con viajes a reinos misteriosos y a ciudades mayas jamás descubiertas por ningún conquistador, por ningún virreinato, por ningún Estado mexicano; allí, en los albores de la pubertad, había leído a escondidas una novela libertina y a ese mismo sitio, una tarde inolvidable del primer año de preparatoria, condujo a hurtadillas al compañero de aula, guapo y atarantado, con el que estrenó eso que Brassens llama el último regalo de Santa Clos: fue más emocionante y divertido que placentero, no se atrevieron a desnudarse por completo y llegaron a la edad adulta cubiertos de polvo y de telarañas.

En años posteriores Jacinta perdió el contacto con la carga de símbolos y de historia personal que el cuarto tenía para ella, y si en sus meses de la maestría parisina lo recordaba con obsesión, era por una mera preocupación pragmática: en ese espacio había escondido un frasco que robó de la casa de un almero chiapaneco y en el que, estaba segura, se había guardado la última exhalación salida de un organismo que llevó el nombre de Hernán Cortés.

Volvió a México como consecuencia de una sinapsis súbita, en la que convergieron su pasión por un físico llamado Andrés, y su vieja obsesión por dilucidar la naturaleza del contenido de ese antiguo recipiente de vidrio soplado. Sacó a su nuevo novio de la pista académica en la que éste se encontraba, lo remolcó hasta el aeropuerto de Orly, de allí al de la ciudad de México, lo condujo hasta un hotel del centro en el que dejaron las maletas y luego ambos se dirigieron a la casa de los padres de ella, con el doble propósito de depositar sus respectivos menajes y, sobre todo, de recuperar el frasco. Al subir a su bodega entrañable, la encontró convertida en un pequeño ambiente iluminado, vacío, estúpido y oloroso a desinfectante: su madre había dado rienda suelta a esa barbaridad en aras de la limpieza y el orden, como dice Lillian, y había arrasado con todo el misterio y las riquezas incomprensibles que se almacenaban en ese espacio.

Al ver la habitación vacía, Jacinta sufrió una demolición interior, se arrodilló y rompió en sollozos. Olvidó el recipiente del almero y lloró por otra pérdida: la de su refugio, su reino mágico, su pequeño palacio polvoriento. Y volvió a ser niña.

Hasta ese momento, Andrés había renunciado a cualquier análisis racional de su propia situación y se había dejado llevar por la atracción insólita que sentía por Jacinta: una atracción, tan urgente como permanente, que enviaba a un segundo plano el conjunto de los que habían sido, hasta que la conoció, su interés principal: escudriñar los rincones más inaccesibles de la materia y de la energía y realizar aportaciones de peso a la comprensión de la realidad. Su carrera académica había sido continua y brillante, pero no la impulsaba un afán de protagonismo sino un propósito de trascendencia. Al igual que los físicos geniales de la vieja escuela, aspiraba a construir cimientos para la filosofía. Lo de la supuesta alma enfrascada le abrió la oportunidad de regalarse un respiro, de iniciar un paréntesis de vacación en el mundo mental metódico, riguroso y exigente en el que había vivido hasta entonces, y se dejó llevar. “Una aventura disparatada junto a una mujer que me encanta –pensó–; tengo que darme chance, y ya después retomaré mi vida”.

Cuando vio a Jacinta arrodillada, llorando y abrumada por el desamparo, Andrés percibió cosas novedosas. Conmovido por la devastación en la que había caído su amante, tuvo una ráfaga de revelaciones: fuera cual fuera la verdad en torno al frasco y el Conquistador, aquel cuarto de servicio era a Jacinta lo que el recipiente a Cortés: en ese recinto se había preservado el alma de ella y que una señora dulce, acomedida, entregada en cuerpo y alma a su misión de mamá y esposa (la descripción es de Guadalupe), que venía a ser su madre, lo había roto en pedazos sin darse cuenta. Aunque hasta ese punto Andrés había conservado una buena dosis de escepticismo, se sintió profundamente lacerado por la perspectiva de que el preciado frasco de Jacinta terminara en la basura, relleno de mermelada o algo por el estilo, como la imaginó Noé con sumo disgusto. Entonces sintió una ira súbita hacia la madre de Jacinta, a la que acababa de conocer hacía unos instantes, y le espetó:

–¿Dónde están las cosas?

–Pues... este... si era pura basura... Bueno, había unas que no... Unas se las llevó.... Ay, ¿cómo se llama?... Se las di a Doña... doña Rufina...

Al escuchar aquel nombre, Jacinta se levantó, detuvo en seco su llanto y preguntó, con una voz de acero, a su madre:

–¿Doña Rufina, el tlacuache?

–Sí, hija, a don... digo, a doña... Bueno, pues, a ese...

–¿Y un frasco que estaba en una caja de cartón, que estaba en la estantería de metal? ¿Se lo diste?

–Ah, sí, había un botecito... Ese yo lo quería guardar porque se veía como artesanal, pero ella me dijo que me lo compraba... Y como la vi tan interesada, pues se lo regalé... Es que me estaba haciendo el favor de llevarse todo el mugrero, ni modo que yo le aceptara...

–¿Cuándo fue? –interrumpió Jacinta.

–Ya te dije –replicó su mamá. –Justo ayer. Cómo me iba yo a imaginar que...

–Vámonos –dijo Jacinta a Andrés. –Con suerte, lo recuperamos.

–Pero, ¿a dónde? –preguntó él.

–Tú, muévete. Vamos a...

* * *

–¿Llegará el tiempo en el que vuelva a ser yo? –preguntó al brujo, una tarde.

–El yo encarnado –dijo enigmáticamente el maya, y volvió a su silencio.

Él era sólo una vaga percepción de recuerdos e ideas que iban y venían, presencias escasas en un vacío casi total: ni tiempo ni sonidos ni temperaturas ni olores ni luz ni sombra. Entre una eternidad y otra, sin embargo, había sentido alguna vibración lejana, algo así como la diezmilésima parte de un galope, la milésima de un paso, la millonésima de una respiración. En uno de esos tenues ramalazos le surgió, asociada a un rumor infinitesimal de desplazamiento, la imagen borrosa del paraje de Mecamalinco, lugar donde se tuercen las sogas, el barrio de mecapaleros del tianguis de Tlatelolco.

Y luego se sobrepusieron las nociones de una fecha –13 de agosto–, de un cambio de nombre –a Tequipeuhcan, lugar donde comenzó la esclavitud– de la imagen del rey Cuauhtemotzin atado con sogas, humillado, sucio y cubierto de sangre seca, propia y ajena, ahogándose en su desesperación y en su pánico, rindiendo tributo en aquel día, obligado y sin saberlo, al Santo Cristo de las Penas.

Y llegó otra sensación más antigua: un aroma de juventud, un viaje a Guadix, villa sucesivamente romana, mora y cristiana, en ese mismo día, pero muchos años antes, cuando se celebraba aquella festividad, y volvió el momento en que, en una cueva de las laderas, mientras la imagen lacerada de Jesús recorría las callejuelas al frente de la procesión, él, Hernando, entre los muslos de una mujer pública, se convertía en hombre.

Y desde un sitio muy remoto volvieron (¿o nunca se habían ido?) imágenes del Anáhuac: apareció, sobrepuesto a la sensación distante de movimiento, Atenantitech, en donde él mismo había establecido parcialidades de indios para los escasos sobrevivientes del holocausto que había desencadenado sobre Tenochtitlan. Y luego el eco del movimiento se detuvo en una imagen lejanísima de Atezcapan, aquel espejo de agua situado entre Tenochtitlan y Tlatelolco, por donde había pasado varias veces en sus trajines de Atila de la cristiandad, y que tras la Conquista conservó las tradiciones comerciales y hasta el nombre, aunque traducido al castellano: La Lagunilla.

(Continuará)

No hay comentarios:

Publicar un comentario