Pedro Miguel
En un país en el que el precio del trabajo ha experimentado una depreciación sostenida durante casi tres décadas, resulta meritorio que un grupo de profesionistas sean capaces de mantener los niveles de sus percepciones y emolumentos, e incluso de mejorarlos, especialmente en época de crisis. Es eso precisamente lo que hicieron los gobernantes y legisladores panistas y priístas que han venido concibiendo, negociando, discutiendo, afinando y aprobando la Ley de Ingresos del año entrante. Lo bueno de detentar el poder es que desde él es posible tasar los honorarios correspondientes al oficio y cobrarlos directamente de las arcas nacionales sin necesidad de realizar trámites engorrosos.
Ciertamente, el cucharón con el que se sirven los presupuestos en Los Pinos y San Lázaro no incluye únicamente salarios, prestaciones, automóviles y choferes, teléfonos celulares, computadoras, masajes, seguros médicos, compras de corbatas y de calzones, boletos de avión (o aviones propios y rentados), restaurantes, misas de difuntos y borracheras; el dinero que estos eficientes profesionistas van a sacar de nuestros bolsillos servirá también para asignar, a quienes les lleguen al precio, contratos multimillonarios de servicios públicos. Imagínense qué porcentajes están dispuestos a pagar los tiburones internacionales por el correspondiente al servicio de la infraestructura de Luz y Fuerza, o por el que permita la explotación del triple play sobre los despojos de esa entidad paraestatal, ofrecida a los carroñeros como prueba de control y dominio presidencial. Los recursos para tales operaciones (que son sólo unos ejemplos de la alta competitividad lograda por la corrupción nacional) saldrán, a fin de cuentas, del alza de impuestos que acaban de recetarnos.
Otro buen negocio para tiempos de crisis es tener una gran empresa y no pagar los impuestos correspondientes. Como lo reconoció el propio Felipe Calderón hace unos días, bajo su desgobierno es posible hacer negocios, obtener utilidades, omitir las obligaciones fiscales correspondientes –o cubrirlas a tasa de ganga de 1.7 por ciento, cuando el común de los mortales paga el 28 o más–, eludir la cárcel, mantenerse en las secciones de sociales (y hasta en la nómina de invitados especiales a las recepciones y faramallas de Los Pinos) y ser señalado como ciudadano modelo, héroe de la productividad y prócer de la beneficencia.
Pero el mejor de todos es el negocio de permitir el anterior, es decir, el de ser funcionario público –presidente más bien ilegítimo, secretario de Hacienda, director del Servicio de Administración Tributaria o coyote menor–, hacerse el que la Virgen le habla cuando se trata de cumplir con el deber de cobrar los impuestos pertinentes a quienes se les deben favores políticos (¿Te acuerdas de la campañota en medios que te organicé en 2006? ¿Y quién crees que les pagó a los creativos que acuñaron aquello del peligro para México?) y ponerse a idear, en tiempos de trabajo pagados con el dinero de los contribuyentes reales, maneras de transferir a esos mismos contribuyentes reales el costo de las omisiones propias en el cumplimiento de las obligaciones derivadas del cargo.
Transacciones de esta clase, y otros, seguirán siendo posibles mientras la sociedad lo permita. Cabe suponer que en un momento próximo, a pesar de los aparatos mediáticos que han garantizado la cobertura de tales negocios, la mayor parte de la ciudadanía caerá en la cuenta de que éstos, además, son delitos y que no hay país que pueda darse el lujo de permitir, por tiempo indefinido, la comisión flagrante de violaciones a la ley. Y actuará en consecuencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario