miércoles, 25 de noviembre de 2009

La Guerra contra el Terror

Manuel E. Yepe

Aún están por abrirse los archivos secretos que quizás algún día revelen la verdad de lo sucedido el 11 de septiembre de 2001, pretexto para que el entonces presidente George W. Bush, declarara la “Guerra contra el Terror”, devenida “Guerra del Terror”, que quedará en la historia de la nación norteña como uno de sus más tristes baldones.

Explícitamente emprendida contra Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda, una organización que tenía menos de 430 miembros, la “guerra contra el terror” se tradujo en la ocupación de dos naciones a las que EE.UU. ha causado, hasta hoy, no menos de un millón de bajas entre muertos, mutilados, afectados mentales y desaparecidos, que serán recordados siempre por sus familiares con tanto odio hacia sus ejecutores como el que sienten los familiares de las tres mil víctimas del atentado de las Torres Gemelas contra los autores de ese vil acto.

Esas guerras han costado más de dos billones de dólares de EE.UU. ($2.000.000.000.000) a los contribuyentes estadounidenses, y el saldo de fallecidos, lisiados y mentalmente afectados que han dejado al pueblo de esa nación ha traumatizado hondamente a una sociedad que todavía no se había recuperado completamente del síndrome de la derrota en Vietnam. Ello, pese a que la mayoría de las bajas propias procedan de familias de menores ingresos, afroamericanas y de inmigrantes hispanos o asiáticos, y no obstante su cuantía tan inferior a la de las sufridas por un adversario mucho menos preparado, equipado y proveído para el tipo de guerra de alta tecnología que le impuso la superpotencia.

Estas peculiares guerras terroristas iniciadas por George W. Bush contra países subdesarrollados del tercer mundo han causado también pérdidas muy significativas de obras de arte y tesoros de valor artístico e histórico incalculable… y hasta un magnicidio, que siempre constituye un agravio muy profundo a la nación que lo sufre. Pero quizás el peor daño a la especie que haya dejado la guerra al terror haya sido la degradación ética y moral del atacante.

“Las personas involucradas (acusadas de haber torturado) se merecen nuestro agradecimiento. No merecen ser el objetivo de investigaciones políticas o procesamientos judiciales”, ha sostenido Dick Cheney frente a quienes exigen que las investigaciones no se queden en agentes y mercenarios de la CIA sino que lleguen a los más altos niveles de la Administración anterior.

Cuando se observa que el ex vicepresidente de Estados Unidos Dick Cheney ha sido capaz de sostener públicamente que las técnicas “refinadas” que la CIA empleaba en los interrogatorios a sospechosos durante el gobierno del que él formó parte son plausibles porque “sirvieron para salvar vidas y prevenir atentados terroristas”, se advierte que las manipulaciones mediáticas de la derecha extrema han logrado que buena parte de la opinión pública de ese país acepte la tortura y otras prácticas represivas inhumanas como algo natural, compatible con las normas éticas de aquella sociedad.

Es cierto que la humanidad debía agradecer a cada ciudadano de Estados Unidos que haya contribuido de alguna manera a llevar a Barack Obama a la presidencia de la superpotencia norteamericana el haber evitado con ello, al menos temporalmente, el holocausto a que habría conducido al mundo la continuidad de los neoconservadores en el gobierno con una administración encabezada por John McCain.

Esto habría representado el regreso de Cheney y del resto del equipo al servicio del Proyecto del Nuevo Siglo Americano y la ideología neoconservadora de la supremacía norteamericana -Wolfowitz, Perle, Wurmster, Feith, Lobby, Bolton, Giuliani, Shalikashvili, Kristol, Podhoretz y otros- con su vocación por las guerras preventivas y por las medidas de represión policial manejada por la rama ejecutiva.

Pero es evidente que esta crápula fascistoide, con sus ínfulas de dominio global, no ha sido eliminada del panorama político y, de hecho, mantiene fuertes posiciones de gran influencia política en el poder real.

Porque ahora lo que está ocurriendo es que los cambios que anunciara Obama siendo candidato, más que frenados por la influencia neoconservadora, parecen transmutados en su contrario.

Así se observa en temas domésticos (salud, educación, vivienda); en los asuntos medioambientales; en el manejo de las guerras en el Oriente Medio; respecto a la política con los inmigrantes y en muchas otras cuestiones de la política exterior.

Con América Latina, la tensión Norte-Sur, que inicialmente se redujo en el plano retórico, se ha acentuado. La consolidación del golpe de Estado oligárquico-militar en Honduras por efecto del respaldo encubierto que le han dado Wall Street y Washington; los aviesos acuerdos sobre las bases militares en Colombia y el restablecimiento de la Cuarta Flota; la persistencia del bloqueo y la promoción de la subversión contra Cuba, y el mantenimiento de la base naval en Guantánamo, entre otras manifestaciones de la política global estadounidense, indican que la influencia neoconservadora sigue tan determinante en la Administración demócrata de Obama como lo fue en la de William Clinton que, a su vez, abrió el camino a la de Bush.

Los pueblos del mundo tendremos que seguir confiando en la capacidad de la ciudadanía estadounidense para cerrar el paso a los manejos por hacer fracasar los proyectos de cambio que ofreciera Obama, por tímidos e insuficientes que estos hayan sido. No hacerlo propiciaría un regreso a la Casa Blanca del neoconservadurismo y la persistencia de la “Guerra del Terror” contra el propio pueblo de los Estados Unidos y contra el resto de la población del planeta.

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