Emmo. Sr. Cardenal Norberto Rivera Carrera:
Usted y la mayor parte del alto clero están molestos por las reformas al Código Civil aprobadas en el Distrito Federal el 21 de diciembre, en virtud de las cuales dos personas del mismo sexo podrán unirse en matrimonio y gozar, en su condición de casados, de plena igualdad con las parejas heterosexuales constituidas ante el Registro Civil, incluido el ejercicio del derecho a la adopción de menores.
Comparto, en alguna medida, el malestar de ustedes: el matrimonio en general me parece una fórmula caduca, restrictiva y generadora de problemas en las relaciones amorosas. Encuentro, además, que la inclusión de una autoridad (sea juez o cura) en un ámbito tan íntimo como el del vínculo afectivo y erótico entre dos personas, así sea en calidad de testigo o garante, es un despropósito. Por ello, pongo distancia ante cualquier forma de promoción del matrimonio, independientemente de la raza, religión, nacionalidad, cultura, condición social, identidad de género y preferencias sexuales de los contrayentes.
Pero la vigencia y la defensa de los principios universales de la libertad y la igualdad me parecen mucho más importantes que la consideración anterior, personal y reconocidamente subjetiva, y no veo una razón por la cual el vínculo conyugal formal debiera prohibirse a gays, a lesbianas y a transexuales.
Estoy al tanto de las posturas eclesiales —formuladas por algunos padres de la iglesia, y consolidadas a lo largo de muchas centurias, hasta convertirlas en lo que el cardenal Lozano Barragán llama “palabra de Dios”— que pretenden reducir a los homosexuales a la condición de personas de segunda clase, a las cuales ha de privárseles de algunos derechos de los que gozan los heterosexuales. ¿Por qué? Porque, han sostenido ustedes, el amor erótico entre hombres y entre mujeres es “contra natura” (eso mismo me dijo un ilustre dignatario iraní al que conocí hace poco) y pone en riesgo a la sociedad en la medida en que se desentiende de la función reproductiva. Y si uno les replica que no es antinatural, y que están científicamente documentadas las prácticas homosexuales corrientes en centenares de especies de invertebrados, vertebrados y mamíferos superiores (véase, por ejemplo, Bagemihl, Bruce:Biological Exuberance: Animal Homosexuality and Natural Diversity, St. Martin’s Press, 1999), ustedes responden: “¡Ah, animalidad pura!”
Qué desacuerdo, Su Eminencia. A mi juicio, un verdadero peligro para la sociedad no es el coito entre dos hombres o entre dos mujeres, sino el ayuntamiento entre el poder religioso y el secular, porque bajo ese maridaje han florecido métodos de lucha contra lo que el Santo Oficio llamaba “el pecado nefando de sodomía” tales como la hoguera, la castración en acto público, la confiscación de bienes, el calabozo y los azotes. En apenas cuatro siglos, la Iglesia se ha modernizado (lo admito sin cortapisas) y ha pasado de las parrilladas inquisitoriales (en tiempos más recientes, el reichsführer de las SS, Heinrich Himmler, prescribía la matanza sistemática de homosexuales porque éstos, decía “pueden aniquilar a Alemania”) a la simple discriminación social y jurídica, pregonada por usted (La Jornada, 22/12/2009 y 28/12/09), y a la segregación celestial que estipuló Lozano Barragán (La Jornada, 3/12/2009). Toda atenuación de sadismos históricos ha de ser recibida con alivio y aplaudo, por mi parte, el patente esfuerzo de moderación.
Por lo que hace a las adopciones, Monseñor, me complace anunciarle una buena nueva: dicen los especialistas Maribel Nájera, del Instituto Latinoamericano de Estudios de la Familia, y Adrián Aldrete Quiñones, del Instituto de la Familia, que los niños adoptados por una pareja homosexual tiene las mismas probabilidades de verse afectados en su desarrollo integral que los menores que crecen en hogares formados por personas de sexos diferentes (Reforma, 27/12/2009). Más: “La Federación Mexicana de Educación Sexual y Sexología, que agrupa a más de 50 asociaciones de educación, investigación y terapia sexual, afirmó que ‘ni la homosexualidad, ni la heterosexualidad, ni la bisexualidad, determinan la orientación sexual de los hijos, de acuerdo con numerosas investigaciones científicas internacionales según las cuales los hijos con padres o madres del mismo sexo no tienen por esta situación un desarrollo psicosexual negativo ni sufren daños a la salud mental’” (íbid).
El peligro de que un niño o una niña experimenten agresión sexual está en todas partes: en Internet, claro, y también, acaso, en un hogar formado por dos gays o por dos lesbianas; pero esa clase de violencia la hemos visto, desde siempre, en dominios de los poderosos económicos y políticos (recuerde Ud. la red de pederastas, formada por empresarios y funcionarios, evidenciada por Lydia Cacho), en familias ortodoxas y convencionales, en escuelas públicas o privadas y también, desde luego, en casas parroquiales, nunciaturas, seminarios y conventos.
Razonemos, señor Cardenal: no hay agresión ni barbarie que broten del amor, ya sea en su vertiente mística (agape), en su manifestación familiar y de compañerismo (storge) o en su expresión erótica; la violencia, el abuso sexual y la manipulación afectiva derivan, en cambio, del ejercicio indebido de un poder (el del padre, el del cónyuge, el del maestro, el del guía espiritual, el del patrón...) sobre una persona vulnerable. Permítase, pues, que las familias se formen como puedan y por los caminos que sus integrantes decidan, sin exclusiones ni discriminaciones, y establézcase un compromiso verdadero contra las agresiones sexuales a menores, ocurran en donde ocurran, y sea cual sea la condición social, económica o religiosa de los agresores.
Le expreso, por último, buenos deseos para el año que comienza.
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