A Maximiliano de Habsburgo, desde Monterrey.
28 de Mayo de 1864.
Muy respetable señor:
Me dirige usted particularmente su carta 22 del pasado, fechada a bordo de la fragata Novara, y mi calidad de hombre cortés y político me impone la obligación de contestarle, aunque muy de prisa y sin una redacción meditada, porque ya debe usted suponer que el delicado e importante cargo de Presidente de la República absorbe todo mi tiempo, sin dejarme descansar de noche. Se trata de poner en peligro nuestra nacionalidad, y yo, que por mis principios y juramentos soy el llamado a sostener la integridad nacional, la Soberanía y la Independencia, tengo que trabajar activamente, multiplicando mis esfuerzos, para corresponder al depósito sagrado que la Nación, en el ejercicio de sus facultades, me ha confiado; sin embargo, me propongo, aunque ligeramente, contestar los puntos más importantes de su citada carta.
Me dice usted que, abandonando la sucesión a un trono de Europa, abandonando a su familia, sus amigos, sus bienes y, lo más caro para el hombre, su patria, se ha venido usted y su esposa Doña Carlota a tierras lejanas y desconocidas sólo por corresponder al llamamiento espontaneo que le hace un pueblo que cifra en usted la felicidad de su porvenir. Admiro positivamente, por una parte, toda su generosidad y, por otra parte, ha sido verdaderamente grande mi sorpresa al encontrar en su carta la frase: llamamiento espontaneo, porque yo ya había visto antes que, cuando, los traidores de mi patria se presentaron en Comisión por sí mismos en Miramar, ofreciendo a usted la corona de México, con varias cartas de nueve o diez poblaciones de la Nación, usted no vio en todo más que una farsa ridícula, indigna de ser considerada seriamente por un hombre honrado y decente.
Contestó usted a todo eso exigiendo una voluntad libremente manifestada por la Nación y como resultado de sufragio universal; esto era exigir una imposibilidad, pero era una exigencia propia de un hombre honrado. ¡Cómo no he de admirarme ahora viéndole venir al territorio mexicano, sin que se haya adelantado nada respecto a las condiciones impuestas! ¿Cómo no he de admirarme viéndole aceptar ahora las ofertas de los perjuros y aceptar su lenguaje, condecorar y poner a su servicio a hombres como Márquez y Herrán, y rodearse de toda esa parte dañada de la sociedad mexicana?
Yo he sufrido, francamente, una decepción; yo creía a usted una de esas organizaciones puras, que la ambición no alcanza a corromper.
Me invita usted a que vaya a México, ciudad a donde usted se dirige, a fin de que celebremos allí una conferencia, en la que tendrán participación otros jefes mexicanos que están en armas, prometiéndoles a todos las fuerzas necesarias para que nos escolten en el tránsito, y empeñado, como seguridad, fe pública, su palabra de honor. Imposible me es, señor, atender a ese llamamiento: mis ocupaciones nacionales no me lo permiten; pero, si en el ejercicio de mis funciones públicas yo debiera aceptar tal intervención, no sería suficiente garantía de la fe pública, la palabra y el honor de un agente de Napoleón, de un hombre que se apoya en esos afrancesados de la Nación Mexicana, y del hombre que representa hoy la causa de una de las partes que firmaron el tratado de La Soledad.
Me dice usted que de la conferencia que tengamos, en el caso de que yo la acepte, no duda que resultará la paz, y con ella la felicidad del pueblo mexicano, y que el Imperio contará en adelante, colocándome en un puesto distinguido, con el servicio de mis luces y el apoyo de mi patriotismo. Es cierto, señor, que la historia contemporánea registra el nombre de varios traidores, que han violado sus juramentos y sus promesas; que han faltado a su propio partido, a sus antecedentes y a todo lo que hay de sagrado para el hombre honrado; que en esas traiciones el traidor ha sido guiado por una propia ambición de mando y un vil deseo de satisfacer sus propias pasiones y aún sus mismos vicios; pero el encargado actualmente de la Presidencia de la República, salido de las masas oscuras del pueblo, sucumbirá -si en los juicios de la Providencia está determinado que sucumba- cumpliendo con su juramento, correspondiendo a las esperanzas de la Nación que preside, y satisfaciendo las inspiraciones de su conciencia.
Tengo necesidad de concluir por falta de tiempo, y agregará sólo una observación. Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de sus bienes, atentar contra la vida de crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgará.
"Soy de usted seguro servidor"
Firma del presidente Juárez.
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