Michael Lowy / Kaosenlared, 2-dic-09
Las presentes crisis económica y ecológica son parte de una coyuntura histórica más general: estamos enfrentados con una crisis del presente modelo de civilización, la civilización Occidental moderna capitalista/industrial, basada en la ilimitada expansión y acumulación de capital, en la “mercantilización de todo” (Immanuel Wallerstein), en la despiadada explotación del trabajo y la naturaleza, en el individualismo y la competencia brutales, y en la destrucción masiva del medio ambiente. La creciente amenaza de ruptura del equilibrio ecológico apunta a un escenario catastrófico –el calentamiento global– que pone en peligro la supervivencia misma de la especie humana. Enfrentamos una crisis de civilización que demanda un cambio radical.[1]
Ecosocialismo es un intento de ofrecer una alternativa civilizatoria radical, fundada en los argumentos básicos del movimiento ecológico, y en la crítica marxista de la economía política. Opone al progreso destructivo capitalista (Marx) una política económica basada en criterios no monetarios y extraeconómicos: las necesidades sociales y el equilibrio ecológico. Esta síntesis dialéctica, intentada por un amplio espectro de autores, desde James O’Connor a Joel Kovel y John Bellamy Foster, y desde André Gorz (en sus escritos juveniles) a Elmar Altvater, es al mismo tiempo una crítica de la “ecología de mercado”, que no desafía el sistema capitalista, y del “socialismo productivista”, que ignora la cuestión de los limites naturales.
Según James O’Connor, el objetivo del socialismo ecológico es una nueva sociedad basada en la racionalidad ecológica, en el control democrático, en la equidad social, y el predominio del valor de uso sobre el valor de cambio. Agregaría que este objetivo requiere: a) propiedad colectiva de los medios de producción –“colectiva” quiere decir propiedad pública, cooperativa o comunitaria–; b) planificación democrática que permita a la sociedad definir metas de inversión y producción; y c) una nueva estructura tecnológica de las fuerzas productivas. En otros términos: una transformación social y económica revolucionaria.[2]
El problema con las tendencias dominantes de la izquierda durante el siglo XX –la socialdemocracia y el movimiento comunista de inspiración soviética– fue la aceptación del modelo de fuerzas productivas realmente existente. Mientras la primera se limita a una versión reformada –a lo sumo keynesiana– del sistema capitalista, el segundo desarrolló una forma colectivista – o capitalista de Estado– de productivismo. En ambos casos, la cuestión del medio ambiente quedó descartada, o fue marginada.
Los propios Marx y Engels no ignoraban las consecuencias ambientales destructivas del modo de producción capitalista: hay varios pasajes en El capital y otros escritos que muestran esta comprensión.[3] Creían además que el objetivo del socialismo no era producir cada vez más mercancías, sino dar a los seres humanos tiempo libre para el pleno desarrollo de sus potencialidades. De modo que ellos tienen poco en común con el “productivismo”, esto es, con la idea de que la ilimitada expansión de la producción es un objetivo en sí mismo.
Sin embargo, hay algunos pasajes en sus escritos que parecen sugerir que el socialismo permitiría el desarrollo de las fuerzas productivas más allá de los límites impuestos a estas por el sistema capitalista. Según este enfoque, la transformación socialista solo tendría que ver con las relaciones de producción capitalistas, convertidas en un obstáculo para el libre desarrollo de las fuerzas productivas existentes (se suele decir que las “encadena”); el socialismo significaría sobre todo la apropiación social de estas capacidades productivas, que las pondría al servicio de los trabajadores. Para citar un pasaje del Anti-Dühring, un trabajo canónico para varias generaciones de marxistas: el socialismo permitiría “que la sociedad, abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas que ya no admiten más dirección que la suya”.[4]
La experiencia de la Unión Soviética ilustra los problemas que se derivan de una apropiación colectivista del aparato de producción capitalista: desde el comienzo, predominó la tesis de la socialización de las fuerzas de producción existentes. Es cierto que, durante los primeros años tras la Revolución de Octubre, pudo desarrollarse una corriente ecológica y algunas (limitadas) medidas proteccionistas fueron tomadas por las autoridades soviéticas. Sin embargo, con el proceso de burocratización stalinista, las tendencias productivas, en la industria y la agricultura, fueron impuestas con métodos totalitarios, en tanto los ecologistas fueron marginados o eliminados. La catástrofe de Chernobil es un ejemplo extremo de las desastrosas consecuencias que tuvo la imitación de las tecnologías productivas de Occidente. Un cambio en las formas de propiedad que no sea seguido por la gestión democrática y la reorganización del sistema productivo solo puede llevar a un final terrible.
Los marxistas pueden inspirarse en lo que destacaba Marx en relación con la Comuna de Paris: los trabajadores no pueden tomar posesión del aparato del Estado capitalista y ponerlo a funcionar a su servicio. Deben “demolerlo” y reemplazarlo por una forma de poder político radicalmente diferente, democrático y no estatal.
Lo mismo es aplicable, mutatis mutandis, al aparato productivo: por su naturaleza, su estructura, no es neutral, sino que está al servicio de la acumulación de capital y de la ilimitada expansión del mercado. Está en contradicción con las necesidades de protección del ambiente y de la salud de la población. Es preciso, por lo tanto, “revolucionarlo”, en un proceso de transformación radical. Esto puede significar cancelar ciertas ramas de la producción: por ejemplo, las plantas nucleares, algunos métodos masivos/industriales de pesca (responsables por el exterminio de varias especies en los mares), la tala destructiva de selvas tropicales, etcétera (¡la lista es muy larga!). En cualquier caso, las fuerzas productivas, y no solo las relaciones de producción, deben ser transformadas profundamente, comenzando por una revolución del sistema energético, reemplazando los actuales recursos –esencialmente fósiles– responsables de la contaminación y envenenamiento del ambiente, por otros renovables, como el agua, el viento y el sol. Por supuesto, muchos logros científicos y tecnológicos modernos son valiosos, pero el sistema de producción debe ser transformado en su conjunto, y esto solo puede hacerse a través de métodos ecosocialistas, esto es, a través de una planificación democrática de la economía que tenga en cuenta la preservación del equilibrio ecológico.
El tema de la energía es decisivo para este proceso de cambio civilizatorio. Las energías fósiles (petróleo, carbón) son grandes responsables de la contaminación del planeta, como ocurre con el desastroso cambio climático; la energía nuclear es una falsa alternativa, no solo por el peligro de nuevos Chernobils, sino también porque nadie sabe qué hacer con las miles de toneladas de desperdicio radioactivo –tóxicos durante cientos, miles y en algunos casos millones de años– y las masas gigantescas de plantas obsoletas contaminadas. La energía solar, que nunca despertó mucho interés en las sociedades capitalistas, por no ser “rentable” ni “competitiva”, se convertiría en un objeto de investigación y desarrollo intensivo, y jugaría un papel central en la construcción de un sistema de energía alternativo.
Sectores enteros del sistema productivo deberían ser suprimidos o reestructurados, y otros nuevos deben desarrollarse, bajo la necesaria condición de pleno empleo para toda la fuerza laboral, en iguales condiciones de trabajo y salario. Esta condición es esencial, no solo porque es un requerimiento de la justicia social, sino para asegurar el apoyo de los trabajadores al proceso de transformación estructural de las fuerzas productivas. Proceso que es imposible sin el control público sobre los medios de producción y planificación, es decir, sin decisiones públicas sobre inversión y cambio tecnológico, que deben tomarse de los bancos y empresas capitalistas para ponerlos al servicio del bien común de la sociedad.
La sociedad misma, y no un pequeño grupo de propietarios oligárquicos –ni una élite de tecno-burócratas– deben poder elegir, democráticamente, qué líneas productivas han de privilegiarse, y cuántos recursos deben invertirse en educación, salud o cultura. Los precios de los propios bienes no deben quedar librados a las “leyes de oferta y demanda” sino, hasta cierto punto, determinados de acuerdo con opciones políticas y sociales, así como con criterio ecológico, imponiendo impuestos a ciertos productos y precios subsidiados para otros. En términos ideales, a medida que avance la transición hacia el socialismo, cada vez más productos y servicios se distribuirían libres de cargo, de acuerdo con el deseo de los ciudadanos. Lejos de ser algo “despótico” en sí misma, la planificación es el ejercicio, por la sociedad toda, de sus libertades: libertad de decisión, y liberación de las alienantes y cosificadas “leyes económicas” del sistema capitalista, que determina la vida y muerte de los individuos, y los encierra en una “jaula de hierro” económica(Max Weber).La planificación y la reducción de las horas de trabajo son los dos pasos decisivos de la humanidad hacia lo que Marx llamó “el reino de la libertad”. Un incremento significativo del tiempo libre es una condición para la participación democrática del pueblo trabajador en la discusión democrática y el manejo de la economía y la sociedad.
La concepción socialista de planificación no es más que la radical democratización de la economía: si las decisiones políticas no deben ser dejadas en manos de una pequeña élite de gobernantes, ¿por qué no aplicar el mismo principio a las decisiones económicas? Estoy dejando de lado el tema de la proporción específica entre planificación y mecanismos de mercado: durante los primeros pasos de una nueva sociedad, los mercados mantendrían ciertamente un lugar importante, pero al avanzar la transición hacia el socialismo, la planificación se volvería cada vez más predominante, a expensas de la ley del valor de cambio.
En tanto en el capitalismo el valor de uso es solo un medio, a veces un engaño, al servicio del valor de cambio y la ganancia –lo que explica, dicho sea de paso, por qué tantos productos en la sociedad son sustancialmente innecesarios–, en una economía socialista planificada el valor de uso es el único criterio para la producción de bienes y servicios, con consecuencias económicas, sociales y ecológicas de largo alcance. Como observó Joel Kovel: “El acrecentamiento de los valores de uso y la correspondiente reestructuración de las necesidades se convierten ahora en los reguladores sociales de la tecnología, en lugar de ser esta, como bajo el capital, conversión de tiempo en plusvalía y dinero”.[5]
En una producción racionalmente organizada, el plan concierne a las principales opciones económicas, no a la administración de restaurantes, verdulerías y panaderías, negocios pequeños, empresas de artesanos o servicios. Es importante enfatizar que la planificación no es contradictoria con la autogestión por los trabajadores de sus unidades de producción: mientras que la decisión de transformar una planta automotrizen una que produce colectivos y tranvías es tomada por la sociedad como un todo mediante el plan, la organización interna y el funcionamiento de la planta estarán democráticamente manejados por sus propios trabajadores. Mucho se ha discutido sobre el carácter “centralizado” o “descentralizado” de la planificación, pero puede decirse que la cuestión es realmente el control democrático del plan a todos los niveles, local, regional, nacional, continental y, esperemos, internacional: temas ecológicos como el calentamiento global son planetarios y solo pueden ser tratados a escala global. Se podría llamar esta propuesta “planeamiento democrático global”; y es bastante opuesta a lo que usualmente se describe como “planificación central”, dado que las decisiones económicas y sociales no son tomadas por algún “centro”, sino democráticamente decididas por la población en cuestión.
Una planificación ecosocialista está basada entonces en un debate pluralista y democrático, en todos los niveles donde las decisiones deben ser tomadas: las diferentes propuestas son sometidas a la gente en cuestión, bajo la forma de partidos, plataformas, o cualquier otro movimiento político, y de acuerdo con esto se eligen delegados. Sin embargo, la democracia representativa debe ser completada –y corregida– por una democracia directa, donde la gente directamente elige –nivel local, nacional y, por último, global– entre grandes opciones sociales y ecológicas: ¿el transporte público debe ser gratis? ¿Deben impuestos especiales los dueños de autos privados pagar para subsidiar el transporte público? ¿Debe la energía solar ser subsidiada para que compita con la energía fósil? ¿Deben reducirse las horas de trabajo semanal a 30, 25 o menos horas, aunque esto signifique la reducción de la producción? La naturaleza democrática de planificación no es contradictoria con la existencia de expertos, pero el papel de estos no es decidir, sino presentar sus puntos de vista –a veces distintos, si no contradictorios– a la población y dejar que esta elija la mejor solución.
¿Qué garantía hay de que la gente vaya a tomar decisiones ecológicas correctas, al precio de dejar de lado algunos hábitos de consumo? No existe una “garantía” que no sea apostar a la racionalidad de las decisiones democráticas, una vez que el poder del fetichismo de la mercancía esté roto. Por supuesto, existirán errores en las opciones populares, pero ¿quién cree que los expertos mismos no cometen errores? Uno no puede imaginar el establecimiento de dicha nueva sociedad sin que la mayoría de la población haya logrado, por sus luchas, su propia educación, y experiencia social, un alto nivel de conciencia socialista/ecológica; y esto hace razonable suponer que los errores, incluyendo decisiones que son inconsistentes con las necesidades del medio ambiente, van a corregirse. De cualquier modo, ¿no son acaso las alternativas propuestas –el mercado ciego, o una ecológica dictadura de “expertos”, mucho más peligrosas que el proceso democrático, con todas sus contradicciones?
El pasaje del “progreso destructivo” capitalista al ecosocialismo es un proceso histórico, una transformación permanentemente revolucionaria de la sociedad, de la cultura y de las mentalidades. Esta transición debe llevar, no solo a un nuevo modo de producción y a una sociedad igualitaria y democrática, sino también a un modo de vida alternativo, a una nueva civilización ecosocialista, más allá del reino del dinero, más allá de los hábitos de consumo artificialmente producidos por la publicidad, y más allá de la producción sin límites de mercancías innecesarias y/o nocivas para el medio ambiente. Es importante enfatizar que semejante proceso no puede comenzar sin una transformación revolucionaria en las estructuras sociales y políticas, y el apoyo activo, por una vasta mayoría de la población, a un programa ecologista. El desarrollo de la conciencia socialista y la preocupación ecológica es un proceso, donde el factor decisivo es la propia experiencia de lucha popular, desde confrontaciones locales y parciales al cambio radical de la sociedad.
¿Hay que promover el desarrollo, o se debe elegir el “decrecimiento”? Me parece que ambas opciones comparten una concepción meramente cuantitativa del “crecimiento” –positivo o negativo– o de desarrollo de las fuerzas productivas. Hay una tercera postura, que me parece más apropiada: unatransformación cualitativa del desarrollo. Esto significa poner fin al monstruoso despilfarro de recursos del capitalismo basado en la producción a gran escala de productos innecesarios y/o nocivos: las industrias de armamentos de son un buen ejemplo de esto, pero una gran parte de los “bienes” producidos en el capitalismo –con sus inherentes obsolescencias– no tienen más utilidad que generar ganancias para las grandes corporaciones. La cuestión central no es el “consumo excesivo” en abstracto, sino el prevaleciente tipo de consumo, basado como está en la apropiación ostentosa, el desperdicio masivo, la alienación mercantilista, la obsesiva acumulación de bienes, y la compulsiva adquisición de seudonovedades impuestas por la “moda”. Una nueva sociedad orientaría la producción hacia la satisfacción de bienes auténticos, comenzando con aquellos que podrían describirse como “bíblicos” –agua, comida, ropa, hogar– pero incluyendo también servicios básicos: salud, educación, transporte, cultura.
Obviamente, los países del Sur, donde estas necesidades están lejos de ser satisfechas, van a necesitar de un nivel de “desarrollo” mucho mayor que los países avanzados industrialmente: construcción de rutas, hospitales, sistemas de cloacas, y otras infraestructuras. Pero no hay razón por la cual esto no pueda llevarse a cabo con un sistema productivo que sea amigable con el ambiente y que esté basado en energías renovables. Estos países necesitarán cultivar grandes cantidades de comida para nutrir su población hambrienta, pero esto puede ser mucho mejor alcanzado –como los movimientos campesinos organizados en el mundo en la red Via Campesina han estado reclamando por años– por una agricultura campesina biológica basada en unidades familiares, granjas cooperativas o colectivistas, más que por los métodos destructivos y antisociales de empresas industriales/ganaderas, basadas en el uso intensivo de pesticidas, químicos y OGMs (Organismos Genéticamente Modificados). En vez del monstruoso sistema actual de endeudamiento y de explotación imperialistas de los recursos del Sur por parte de los países capitalistas/industriales, debería haber una corriente de ayuda tecnológica y económica desde el Norte hacia el Sur, sin que sea necesario –como algunos puritanos y ascéticos ecologistas parecen creer– que la población en Europa o Norteamérica “reduzca su calidad de vida”: solo deberán privarse del consumo obsesivo, inducido por el sistema capitalista, de mercancías inútiles que no corresponden a ninguna necesidad real.
¿Cómo distinguir las necesidades autenticas de las artificiales, falsas y provisionales? Las últimas son introducidas por la manipulación mental, esto es, la publicidad. El sistema publicitario ha invadido todas las esferas de la vida humana en las sociedades capitalistas modernas: no solo en cuanto al alimento y la ropa, sino también a los deportes, la cultura, la religión y la política que son moldeadas de acuerdo con sus reglas. Ha invadido nuestras calles, casillas de correo electrónico, pantallas de televisión, periódicos, paisajes, de un modo permanente, agresivo e insidioso que definitivamente contribuye a hábitos de consumo indudables y compulsivos. Además, desperdicia una cantidad astronómica de petróleo, electricidad, tiempo de trabajo, papel, químicos, y otras materias primas -todas pagadas por los consumidores- en una rama de producción que no es solo innecesaria desde el punto de vista humano, sino directamente contrapuesta a las necesidades reales de la sociedad. Mientras la publicidad es una dimensión indispensable de la economía de mercado capitalista, no tendría lugar en una sociedad en transición al socialismo, donde sería reemplazada por información sobre bienes y servicios facilitados por asociaciones de consumo. El criterio para distinguir una necesidad autentica de una artificial, es su persistencia después de la supresión de la publicidad (¡Coca-Cola!). Por supuesto, durante algunos años, los hábitos de consumo persistir inútiles persistirán; y nadie tiene el derecho de decirle a la gente cuáles son sus necesidades. El cambio en los patrones de consumo es un proceso histórico, así como un desafío educativo.
Algunas mercancías, como el auto individual, implican problemas más complejos. Los autos particulares son un problema público: matan y lesionan anualmente a miles de personas a escala mundial, contamina el aire en las grandes ciudades –con directas consecuencias para la salud de los niños y ancianos– y contribuyen de manera significativa al cambio climático. Sin embargo, responden a necesidades reales, al transportar a la gente a sus trabajos, casas o actividades de ocio. Experiencias locales en algunas ciudades europeas con administraciones con cuidados ecológicos muestran que es posible –con aprobación de la mayoría de la población– limitar progresivamente el porcentaje de automóviles individuales en circulación a favor de colectivos y tranvías. En un proceso de transición al ecosocialismo, donde el transporte público –subterráneo o no– estaría ampliamente extendido y sería gratuito para los usuarios, y donde los peatones y ciclistas tendrían sendas protegidas, el auto privado tendría un papel mucho menor que en la sociedad burguesa, donde se ha convertido en un una mercancía fetiche –promovida con una incisiva y agresiva publicidad–, un símbolo de prestigio, un signo de identidad (en los Estados Unidos, la licencia de conducir es un documento de identidad reconocido) central en la vida personal, social y erótica.
El ecosocialismo está basado en una apuesta que ya había promovido Marx: el predominio, en una sociedad sin clases y liberada de la alienación capitalista, del “ser” por encima del “tener”; vale decir, de tiempo libre para la realización personal mediante actividades culturales, deportivas, lúdicas, científicas, eróticas, artísticas y políticas, en lugar del deseo de poseer una infinidad de productos. La adquisición compulsiva es inducida por el fetichismo de la mercancía inherente al sistema capitalista, por la ideología dominante y por la propaganda: no existe ninguna prueba de que esto sea parte de la “eterna naturaleza humana”, como el discurso reaccionario quiere hacernos creer. Como Ernest Mandel enfatizó:
La continua acumulación de cada vez más mercancías (con una “utilidad marginal” decreciente) no es de ninguna manera una característica universal o incluso predominante de la naturaleza humana. El desarrollo de talentos e inclinaciones por su propio bien; la protección de la salud y la vida; el cuidado de los niños; el desarrollo de ricas relaciones sociales [...]; todos estos factores se convierten en motivaciones fundamentales una vez que las necesidades materiales básicas han sido satisfechas.[6]
Esto no significa que no surgirán conflictos, particularmente durante el proceso de transición, entre los requerimientos de la protección del ambiente y las necesidades sociales, entre los imperativos ecológicos y la necesidad de desarrollar infraestructuras básicas, particularmente en los países pobres, entre los hábitos de consumo populares y la escasez de recursos. ¡Una sociedad sin clases no es una sociedad sin contradicciones ni conflictos! Estos son inevitables: resolverlos será la tarea de una planificación democrática, en una perspectiva ecosocialista, liberada de los imperativos del capital y la obtención de ganancias, mediante una discusión abierta y pluralista, que desemboque en la toma de decisiones por la misma sociedad. Esta democracia arraigada y participativa es el único camino, no de prevenir errores, sino de permitir la autocorrección, por parte de la colectividad social, de sus propios errores.
¿Es esta una utopía? En su sentido etimológico –“algo que existe en ningún lado”–, ciertamente lo es. ¿Pero no son las utopías visiones de un futuro alternativo, imágenes deseadas de una sociedad diferente, un aspecto necesario de cualquier movimiento que quiere desafiar el orden establecido? Como explicó Daniel Singer en su testamento literario y político, Whose Millenium?, en un intenso capítulo titulado “Utopía realista”:
Si el establishment ahora se ve tan sólido, a pesar de las circunstancias, y si el movimiento obrero o la izquierda en general están tan incapacitados, tan paralizados, es por la ineptitud para ofrecer una alternativa radical. [...] La regla básica del juego es que no se cuestione ni lo fundamental del argumento ni los fundamentos de la sociedad. Solo una alternativa global, que rompa con esas reglas de resignación y abdicación, puede dar al movimiento emancipatorio un impulso genuina.[7]
La utopía socialista y ecológica es solo una posibilidad objetiva, no el inevitable resultado de las contradicciones del capitalismo, o de las “leyes de hierro de la historia”. No es posible predecir el futuro sino en términos condicionales: ante la ausencia de una transformación ecosocialista, de un cambio radical en el paradigma civilizatorio, la lógica del capitalismo llevará al planeta a desastres ecológicos dramáticos, amenazando la salud y la vida de billones de seres humanos, y tal vez hasta la supervivencia de nuestra especie.
* * * *
Soñar y luchar por una nueva civilización no significa que no se pelee por concretas y urgentes reformas. Sin ninguna ilusión en un “capitalismo limpio”, uno debe tratar de ganar tiempo, y de imponer, a los poderes existen, algunos cambios elementales: la prohibición de HCFCs que están destruyendo la capa de ozono, una moratoria general en organismos genéticamente modificados, una drástica reducción en la emisión de gases con efecto invernadero, el desarrollo del transporte público, los impuestos para autos contaminantes, el reemplazo progresivo de camiones por trenes, una regulación severa de la industria pesquera, así como del uso de pesticidas y químicos en la producción agroindustrial. Estos y otros temas similares están en el corazón de la agenda del Global Justice Movement y el Foro Social Mundial, que han permitido, desde Seattle en 1999, la convergencia de movimientos sociales y ambientales en una lucha común en contra del sistema.
Estas urgentes demandas ecosociales pueden llevar a procesos de radicalización, a condición de no aceptar que se limiten sus objetivos conforme a los requerimientos del “mercado (capitalista)” o de la “competitividad”. De acuerdo a la lógica de lo que los marxistas llaman “un programa transicional”, cada pequeña victoria, cada avance parcial puede llevar inmediatamente a una demanda mayor, a un objetivo más radical.
Dichas luchas alrededor de temas concretos son importantes, no solo porque las victorias parciales son bienvenidas en sí mismas, sino también porque contribuyen a aumentar la conciencia social y ecológica, y porque promueven la actividad y autoorganización desde abajo: ambos son precondiciones decisivas y necesarias para una transformación radical del mundo, es decir, revolucionaria.
No hay razón para el optimismo: las entrelazadas élites gobernantes del sistema son increíblemente poderosas y las fuerzas radicales de oposición aún son chicas. Pero constituyen la única esperanza de que el catastrófico curso del “crecimiento” capitalista sea detenido. Walter Benjamin no definió la revolución como la locomotora de la historia, sino como el acto por el cual la humanidad acciona los frenos de emergencia del tren antes de caer al precipicio...
Artículo enviado por el autor, traducido del inglés para Herramienta por María Luján Veiga.
[1] Un notable análisis de la lógica destructiva del capital puede encontrarse en Joel Kovel, The Enemy of Nature. The End of Capitalism or the End of the World ?, N.York,; Zed Books, 2002. [Edición en castellano: El enemigo de la naturaleza. ¿El fin del capitalismo o el fin del mundo?, Buenos Aires, Asociación Civil Tesis 11, 2005.]
[2] John Bellamy Foster usa el concepto de “revolución ecológica”, pero argumenta que “una revolución ecológica global merecedora del nombre solo puede ocurrir como parte de una más amplia revolución social; y, yo insistiría, socialista. Dicha revolución [...] demandaría, como insistía Marx, que los productores asociados regulen racionalmente la relación metabólica del hombre con la naturaleza. [...] Debe inspirarse en William Morris, uno de los más originales y ecologistas seguidores de Karl Marx, de Gandhi, y de otras figuras radicales, revolucionarias y materialistas, incluyendo a Marx mismo, llegando tan lejos como a Epicuro”. (“Organizing Ecological Revolution”, Monthly Review 57.5 (octubre de 2005), pp. 9-10).
[3] Ver John Bellamy Foster, Marx’s Ecology. Materialism and Nature, Nueva York, Monthly Review Press, 2000.
[4] F.Engels, Anti-Dühring, París, Ed. Sociales, 1950, p. 318. [Hay muchas ed. en castellano; cf.: México, Ediciones Fuente Cultural, 1945, p. 284.
[5] Joel Kovel, Enemy of Nature, p. 215 [ed. en castellano: p. 222]
[6] Ernest Mandel, Power and Money. A Marxist Theory o Bureaucracy, Londres, Verso, 1992, p. 206. [Hay edición en castellano: El Poder y el Dinero. Contribución a la teoría de la posible extinción del estado, México, Siglo Veintiuno, 1994, p. 294.
[7] D. Singer, Whose Millenium? Theirs or Ours?,Nueva York, Monthly Review Press, 1999, pp. 259-260.
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