Pedro Miguel
El equipo que encabeza Felipe Calderón se conformó con el designio de administrar el poder para el grupo oligárquico que lo detenta desde hace varias décadas, pero sin un proyecto específico de gobierno más allá de la perpetuación de las viejas recetas económicas del llamado Consenso de Washington”, una política de alianzas dictada por la debilidad y el oportunismo y un plan de lucha contra la delincuencia delirante e incoherente, diseñado para ganar puntos de popularidad en las encuestas más que para restaurar la seguridad pública y el estado de derecho. Con ese arranque, incluso si las circunstancias hubiesen sido menos desfavorables, habría resultado inevitable que el calderonato llegara a la mitad del sexenio con directrices agotadas y sin capacidad (la voluntad ya es lo de menos) para renovarlas. El Ejecutivo federal no tiene mejor idea para enfrentar la crisis económica (“presidente del empleo”, ja, o mejor dicho, snif) que minimizar su magnitud y sus impactos; quiso utilizar a los priístas y terminó derrotado por ellos; jugó a ser el paladín contra el crimen y acabó hundiendo al país en un baño de sangre al que no se le ve salida ni término, por más que el discurso gubernamental se empeñe en presentarnos cada nuevo montón de cadáveres como prueba de que está ganando la lucha a la delincuencia.
El encargo gerencial que el calderonato recibió de los grandes capitales, y que constituye su verdadero mandato, no ha tenido un cumplimiento mejor que los rudimentos de programa que se dio a sí mismo. Televisa ha tenido que conformar su propia bancada legislativa para fabricarse a su medida una ley cuya gestión se le atoró en el camino al gobierno; éste no consiguió entregar el petróleo a las transnacionales cuando los precios estaban altos y todo indica que, como se ha pronosticado, esta administración no será capaz de construir una nueva refinería, lo que frustrará a los grupos de poder locales que se la disputan y, sobre todo, a los contratistas urgidos de chamba en tiempos de recesión. Da la impresión de que el calderonato llega tarde a todos lados.
La “guerra contra las drogas” es un ejemplo patético. Mientras la autoridad mexicana sigue empecinada en un enfoque paranoico y simplista que data de los tiempos de Reagan, Gil Kerlikowske, el zar antidrogas del gobierno de Obama, llega a México con una prédica impregnada de sentido común: la tarea no puede reducirse a perseguir narcos y a decomisarles la mercancía, sino que debe incluir el combate a las adicciones y es necesario, por ello, “invertir en prevención y tratamiento tanto como lo hacemos en aplicación de la ley”. Por supuesto, en los trágicos 32 meses que llevamos de calderonato, el secretario de Salud de México no ha desempeñado un papel, ni chico ni grande, en la definición de las estrategias oficiales “antidrogas” ni se ha sabido que el gobierno destine un solo peso a la investigación científica que permita crear nuevos tratamientos contra las dependencias a cosas prohibidas ni se han inaugurado centros de rehabilitación al ritmo que se estrenan aviones, centros de comando y ametralladoras para aniquilar a reales o supuestos traficantes de drogas.
El calderonato perdió las elecciones, pero antes perdió su guerra policial absurda, desperdició las oportunidades para enfrentar la crisis económica global, fue incapaz de arbitrar a los poderes fácticos que lo impusieron justamente para eso, para dotarse de un árbitro, y ahora pierde a sus aliados. No es motivo de júbilo, porque a cada nuevo traspié del grupo que ocupa el gobierno federal, el país, abandonado al garete, alcanza nuevas cotas de postración. Lo peor de todo es que los calderonistas fueron alertados a tiempo de los problemas en los que se estaban metiendo. Se les dijo, se les dijo, se les dijo, pero ellos eran acá muy machines y muy picudos, y no pelaron.
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