Como ciudadano y profesor universitario mexicano que no quiere seguir avergonzándose ante sus alumnos, quiero recordarles que, si conceden la libertad a los presos políticos de San Salvador Atenco, condenados por sentencias aberrantes, además de hacer valer la Constitución y las leyes que han sido conculcadas con violencia y groseramente, podrán ayudar poderosamente a cambiar en el país y el mundo la tristísima visión que tiene hoy la opinión pública de lo que es la justicia en México.
Ni la inmensa mayoría de la población mexicana ni la casi totalidad de los observadores informados de la realidad de México en el resto del mundo creen actualmente, en efecto, en la imparcialidad del aparato judicial ni en la separación entre las motivaciones del mismo al dictar sus fallos y las órdenes que emanan del Poder Ejecutivo, tanto estatal como federal. La justicia en México aparece así ante el propio país y el mundo como el muñeco de los ventrílocuos mandamases y corruptos que ocupan –o usurpan– los altos cargos estatales, no sólo por su sumisión en el pasado a las órdenes del PRI-gobierno, sino también por sus fallos u omisiones recientes.
¿Cómo explicar de otro modo que la salvaje brutalidad policial que todos vieron por televisión, y que fue denunciada a los cuatro vientos por sus víctimas extranjeras violadas y golpeadas sin piedad, esté aún impune, a pesar de las palizas a mujeres y ancianos, de las violaciones de jóvenes de ambos sexos, de las humillaciones, los allanamientos ilegales de domicilios y hasta de una muerte provocadas por la policía de un gobernador-mandante priísta con fines electorales?
La violación de las leyes y de la Constitución, en México, es obra siempre del poder: en Oaxaca, como en el caso de la represión a los maestros y a la APPO, o en la infame inactividad del aparato estatal ante los crímenes que, a ojos de todos, se cometen contra los habitantes del municipio autónomo de San Juan Copala o, en el plano federal, con las matanzas de civiles e incluso de niños, so pretexto de combatir el narcotráfico, o con el intento de destruir sindicatos enteros, como el de electricistas o el de mineros. No existe en México un estado de derecho, como lo ha reconocido en diversas ocasiones el propio gobierno, y el país se ha hundido velozmente en un pasado que parecía superado, anulando incluso las conquistas de la Revolución y del gobierno de Lázaro Cárdenas. Sin embargo, la barbarie del régimen porfirista tardaba en ser conocida en el plano mundial, pero en esta época cibernética, es vivida como propia en tiempo real por millones de personas que, en todo el planeta, se indignan, sufren junto a las víctimas y juzgan al gobierno de México y sus instituciones.
Por eso el neoporfirismo es condenado por centenares de miles de personas, tal como expresan las declaraciones de los premios Nobel y de los miles de intelectuales, más las manifestaciones populares y los pronunciamientos de sindicatos que han pedido y exigen la libertad de los presos políticos de Atenco y el respeto por los derechos humanos y sindicales en México y que, significativamente, se dirigen tanto al Poder Ejecutivo como al Poder Judicial.
Ustedes, señores jueces, tienen ante sí dos caminos: el primero, que espero que sigan por dignidad y conciencia, es el de reivindicar la independencia política de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y restablecer la justicia liberando a todos los presos de Atenco; el segundo, en el que no quiero ni pensar, es retomar el camino de los jueces
de Porfirio Díaz. En el primer caso, serán recordados por su probidad y su valor; en el segundo, en cambio, demostrarán ante el país y el mundo que en México se cierran todos los caminos legales para hacer respetar los derechos políticos y humanos y sólo quedaría el legítimo derecho de resistencia a la opresión y el desconocimiento de los desconocedores de las libertades, la Constitución y las leyes que conquistaron con sangre, en Cananea y después en la Revolución Mexicana, nuestros antepasados jamás olvidados, quienes para imponer un régimen legal tuvieron que alzarse contra los que esgrimían sus leyes de clase como garrotes contra el pueblo. Señores jueces: ¡que así no sea!
Señores magistrados: el pueblo de Atenco y sus militantes y dirigentes presos, desde la resistencia inicial al despojo de sus tierras y bienes para construir en esa zona, sin consulta alguna, un nuevo aeropuerto, han seguido en cada uno de sus pasos el camino legal y la vía judicial, que acompañaron con movilizaciones porque el bronco gobierno priísta que padece el estado de México no reconoce la legalidad, sino sólo las relaciones de fuerza. Sus movilizaciones fueron siempre defensivas, para que no les conculcasen derechos o para enfrentar la violencia estatal. Lo que, en un fallo aberrante, se equipara a un secuestro de persona, lo están haciendo todos los días los obreros franceses cuando les cierran la fuente de trabajo sin que la justicia francesa recurra a algún Almoloya; o lo hicieron en 1964 los obreros argentinos cuando ocuparon simultáneamente 4 mil fábricas, manteniendo en ellas a patrones y gerentes como garantía contra la represión de la dictadura militar.
El secuestro con fines de extorsión convierte al rehén en mercancía, lo cosifica; la retención de un funcionario para que cumpla su palabra o con lo firmado es, en cambio, una presión extrema pero transitoria que no anula la individualidad del retenido. Por tanto, es insostenible alegar que esa privación momentánea de la libre circulación de una persona sea un secuestro, porque entonces hasta una manifestación secuestraría
un barrio o una ciudad. Señores jueces: ¡desarmen el andamiaje político de falsedades lanzadas contra militantes sociales por quienes, en la cabeza de ellos, quieren hacer un escarmiento y aterrorizar a la sociedad! ¡Liberen a todos los presos políticos, comenzando por los de Atenco!
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