La guerra sucia del Estado mexicano en la segunda mitad del siglo XX contra las oposiciones gremiales, democráticas y revolucionarias ha pasado relativamente inadvertida en el ámbito latinoamericano frente al carácter masivo del terror en las dictaduras militares del cono sur y Centroamérica. No obstante, la guerra sucia que vivió México desde los años 60, que algunos analistas consideran selectiva, produjo centenares de muertos y desaparecidos, como lo exhibió recientemente a la opinión pública nacional e internacional la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado mexicano por el caso de la desaparición forzada de Rosendo Radilla en 1974. Testimonios de militantes que sobrevivieron, novelas, tesis e impactantes documentales cinematográficos –como Trazando Aleida, de la directora Christiane Bukhard (México, 2008)– dan cuenta del infierno de una generación que pretendía un cambio revolucionario y de la secuela de sufrimiento en sus familias hasta el día de hoy.
A diferencia de países latinoamericanos donde se ha logrado procesar a genocidas connotados, en México impera la impunidad para los altos jefes militares, policiacos, titulares del Poder Ejecutivo federal y sus funcionarios, que dado el régimen vertical y presidencialista son los responsables principales de esas graves transgresiones. Los fracasos de la Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado y de la Fiscalía para Investigar los Grupos de Civiles Presuntamente Armados (grupos paramilitares) prueban la carencia de voluntad política para llegar a la verdad histórica, y mucho menos para hacer justicia.
También el hecho de que ésta sea una “historia escondida” (pero no olvidada) puede explicarse –en parte– por la política del régimen priísta de mantener la máscara del progresismo en el ámbito internacional. Incluso, una buena parte de la izquierda latinoamericana optó por no analizar la “situación interna mexicana” y mucho menos pronunciarse al respecto para no dañar sus relaciones con el PRI y las autoridades mexicanas.
Utilizamos el término “guerra sucia” para definir un tipo de crimen de Estado que –al margen de la Constitución y las leyes– tiene como propósito el aniquilamiento de los considerados “enemigos internos” por medio de su localización, seguimiento, captura, interrogatorio a través de la tortura, mantenimiento en cárceles clandestinas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, todo ello llevado a cabo por integrantes de las fuerzas armadas, agentes policiacos y de inteligencia, o grupos paramilitares que actúan bajo las órdenes –usualmente– de la Sección Segunda del Ejército.
Se enfatiza la indefensión total de las víctimas de la guerra sucia, que son sustraídas de todo proceso legal y todos sus derechos conculcados, de tal forma que no hay posibilidad para las mismas y sus familiares de recurrir a la acción de la justicia, ya que el Estado cubre los actos de sus agentes con la impunidad y el secreto, llegando incluso a premiarlos y ascenderlos por los “trabajos realizados” a su servicio. Recuerdo a un viceministro de defensa de Guatemala en una confrontada reunión con integrantes del Sistema Universitario Mundial (SUM), mostrando sus numerosas condecoraciones que portaba en el uniforme al tiempo que afirmaba, entre orgulloso y amenazante: “¡Esto es por los 30 años de lucha contra la subversión!”
El rostro de la guerra sucia no deja de asomar en esta década de gobiernos del Partido Acción Nacional marcados por el continuismo represivo y por no llevar a cabo la esperada transición a la democracia. La práctica de la desaparición forzada, crimen de Estado de lesa humanidad y una de las principales expresiones de la guerra sucia, sigue teniendo lugar actualmente, como lo prueba el caso emblemático de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, militantes del Partido Democrático Popular Revolucionario-Ejército Popular Revolucionario (PDPR-EPR), detenidos y desaparecidos en mayo de 2007.
Las misiones contrainsurgentes de las fuerzas armadas, tanto en Chiapas como en otros estados del país, se han prolongado ahora con la modalidad que abre la llamada “guerra contra el narcotráfico y el terrorismo”, que ha incrementado y extendido la militarización y la participación castrense en misiones inconstitucionales. El último reporte anual de Human Rights Watch condenó a las fuerzas armadas mexicanas por graves violaciones a los derechos humanos que han incluido asesinatos, torturas, violaciones y detenciones arbitrarias.
El Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI) señaló en noviembre de 2008: “Hoy se siembra un terror de Estado que lleva la consigna de ‘guerra al narco’; en realidad se trata de una estrategia multifacética del régimen calderonista que tiene en la violencia y la impunidad su norma. Ante la poca legitimidad y la falta de credibilidad de que goza, el gobierno panista busca controlar a su favor (no desaparecer) el mercado de las drogas, dentro de un contexto de crisis económica aguda. Para esto criminaliza e intimida a las organizaciones sociales y formaliza las estructuras y prácticas mafiosas (incluso renovando su personal) ya existentes en muchos cuerpos policiacos, y crea códigos judiciales (verdaderos códigos de guerra que consideran enemigo a cualquiera que quiera acusar de delincuente) para imponer su terror” (Centro de Documentación de los Movimientos Armados).
El paramilitarismo no sólo no ha desaparecido sino que ha incrementado y variado sus acciones contrainsurgentes en Chiapas, Guerrero y Oaxaca, principalmente, ahora con la utilización de las estructuras del narco y siguiendo la pauta de la política de Álvaro Uribe en Colombia. No hay duda, la guerra sucia sigue.
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