Autor: Marcos Chávez |
El paquete económico presentado por Felipe Calderón y sus Chicago Boys para 2010 constituye una sanguinaria venganza en contra de las mayorías. Si los votantes arrasaron con su pírrica legitimidad en julio pasado –los derrotaron y los sepultaron políticamente a mitad de su mandato debido a su desencanto ante los resultados alcanzados durante su reinado y los onerosos costos que pagan por sus obsesiones fundamentalistas, el desastroso manejo del colapso económico y fiscal del Estado– ellos, a su vez, con desparpajo y cínicas mentiras, pretenden cobrarles la afrenta enterrándolos con una avalancha de impuestos y aumentos de precios; el recorte indiscriminado del gasto público; la permanencia de los privilegios de la casta burocrática de los tres poderes de la Unión; un programa recesivo y perpetuador del estancamiento económico con alto desempleo y la contención de los salarios reales; la profundización de las contrarreformas estructurales neoliberales. La revancha es hundiéndolos más en la pobreza y miseria.
¡Ave César, cruzado contra la pobreza y creador de empleos, al menos 10 mil burócratas que arrojarás al ejército de desempleados y 75 millones de vasallos que empobrecerás aún más, te saludan!
Se acabó la ficción, dijo Agustín Carstens.
Por desgracia, aún faltan tres años más para que se acabe la dantesca pesadilla calderonista.
Más que ser una oferta que represente una “reforma fiscal integral” como sugiere Agustín Carstens en los criterios de política económica para 2010, la cual “garantice la sostenibilidad de las finanzas públicas en el mediano plazo”, a través del fortalecimiento “de los ingresos de carácter permanente y la racionalización del gasto público” como según dijo Calderón en su decálogo, que junto con los cambios estructurales que se formulan aseguren el crecimiento sostenido y el bienestar de las mayorías, la gran “transformación de México en rubros esenciales que no ha podido cambiar en décadas”, todo basado en su “convocatoria a la unidad y solidaridad de los ciudadanos”, puntos “claves” para “la prosperidad” –retórica que más de un “ingenuo” intelectual orgánico o inorgánico se “tragó” completa pensando en un “honesto “ viraje estratégico–, elpaquetazo aspira avanzar a paso redoblado en la senda neoliberal abierta por la ultraderecha priista que se apoderó del poder desde 1983. Aquélla que el Premio Nobel de Economía Paul A Samuelson calificó en 1980 como el “fascismo de mercado”: donde el manejo de la economía quedó bajo la responsabilidad de los Chicago Boys, fanáticos religiosos [del] mercado de laissez-fire; “(…) modelo que deja de lado la libertad política, [que] tiende a un crecimiento significativo del grado de desigualdad de los ingresos, el consumo y la riqueza; sistema [que] no puede evolucionar hacia una democracia normal”. (“La economía mundial a finales del siglo”, Comercio Exterior, México, agosto de 1980).
“Esto es una guerra”, dijo en 1975 el banquero Ricardo Zinn, coordinador económico del entonces titular de economía argentino, Celestino Rodrigo, cuando se aplicó un brutal programa monetarista de estabilización y ajuste económico, el cual pasó a la historia con el infausto nombre del rodrigado: al provocar el desastre de esa nación, la protesta y la violencia social, la intensificación de la guerra sucia, el derrumbe del agónico gobierno de Isabel Perón y el golpe de Estado de 1976. El fallido experimento fue el preámbulo para el viraje estratégico del paradigma keynesiano hacia el neoliberalismo salvaje argentino. La dictadura del “mercado libre”, operada por Alfredo Martínez de Hoz, llegó con la manu militari y su “proceso de reorganización nacional”. Rodrigo, que sólo duró 49 tormentosos días en su puesto, era enemigo del “consumo masivo”, del “voraz consumo superfluo que no satisface las necesidades vitales”, por lo que puso a dieta a la población con los impuestos, el menor gasto público y el control salarial. Zinn, artífice del rodrigazo, continúa con los militares y les crea su lema: “Achicar el Estado es agrandar la nación”. Después, en la década de 1990, con el neoliberal Carlos Menem –el Salinas argentino–, elaborará los turbios planes reprivatizadores de las empresas públicas, entre ellas la petrolera YPF, la telefónica Entel y la siderúrgica Somisa. Martínez calificó su fase como “la segunda fundación de la república”.
El abigarrado calderonazo muestra que Felipe y su Rodrigo de Hacienda, Carstens, también están en guerra y en un proceso similar de transformación de México. Con susAK-47 fiscales, o sus fusiles M16 si se prefiere, salieron en una alborozada cacería de consumidores y contribuyentes cautivos, de miserables, pobres y clasemedieros. Para que la empresa no sea vana, le tiran a todo, se mueva o no. El cúmulo de propuestas ofrece un amplio margen de negociación; debido a su derrota electoral, saben que tendrán que hacer concesiones. Algunas de ellas serán eliminadas, otras se mantendrán aceptablemente enmendadas y el resto serán aprobadas en el proceso legislativo, sin desvirtuar la naturaleza recaudatoria, inequitativa y antisocial de las iniciativas de ingresos y egresos públicos, que no resolverá la crisis fiscal del Estado y apenas dotarían los recursos necesarios para llegar al final del desastroso sexenio, ni tampoco el perfil neoliberal y antinacional de las contrarreformas estructurales. El éxito dependerá de la mayoría legislativa. El paquete ofrece un seductor reparto de ganancias para que la derecha neoliberal priista y los mercenarios “ecologistas” –los fámulos de las televisoras– se muestren dispuestos a un quid pro quo con la ultra confesional y neoliberal calderonista-panista y lleguen a una patriótica “unidad y solidaridad” para “transformar a México en rubros esenciales”. Nuestra harapienta “democracia” autoritaria facilita los “consensos” palaciegos para sacrificar a la sociedad.
Por ejemplo, ¿acaso no es tentadora para los salinistas, encabezados por Manlio Fabio, y los siervos de Ricardo Salinas Pliego, la oferta de la contrarreforma en lastelecomunicaciones, que busca “establecer un proceso de refrendos de concesiones –y conceder otras nuevas– para otorgar mayor certeza jurídica e incentivar las inversiones [de] los concesionarios”? El panista Javier Corral denuncia la obsesión de Fabio Beltrones y la pandilla priista que lo acompaña por tratar de modificar la ley en la materia. No para acabar con los oligopolios por la amenaza que representan para la sociedad ni para reducir su presencia en el mercado, ni con su discrecionalidad y la dictadura de la (des)información, la manipulación de las conciencias y el golpismo que han impuesto, ni para aplicarles el imperio de las leyes y fortalecer la autonomía de las instituciones responsables de su regulación, ni para abrir el sector a la pluralidad y la participación ciudadana, como exige un régimen democrático, sino para imponer un mamarracho jurídico favorable al voraz duopolio, que redunde en su mayor poder despótico económico y político. A cambio, TV Azteca y Televisa les ayudan a fabricar a uno de sus esperpentos con quien aspiran retornar a la Presidencia (Enrique Peña) cuya inteligencia es inversamente proporcional a su copete. A la sombra de ese palafrenero ad hoc, los Berlusconi mexicanos conspiran para instalarse detrás del trono. Calderón les tira el anzuelo y a través de su gorila Juan Molinar, corresponsable de la ruina del Instituto Mexicano del Seguro Social, persiguen rabiosamente las radios comunitarias que estorban el absolutismo de Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas. ¿Qué darán a cambio los priistas? ¿Cómo será su traición a la nación?
Es normal que la política fiscal, sus objetivos e instrumentos empleados, genere controversias, pues ella sintetiza la pugna social por la distribución del ingreso y la riqueza nacional; la fuerza política de las clases y su capacidad para influir en las autoridades y defender sus intereses; la orientación ideológica, los compromisos y el papel del gobierno en el desarrollo y el bienestar, así como su capacidad y fortaleza para mediar, regular e influir en los conflictos y repartir los costos y beneficios del desarrollo y de los programas de ingresos y egresos públicos. Curiosamente, por primera vez en su sexenio, una iniciativa de Calderón, la fiscal, alcanzó un consenso entre las clases sociales que estructuralmente luchan a muerte dentro del capitalismo: su abierto rechazo, aunque por razones distintas. Desde sus diferentes perspectivas e intereses, las críticas son razonables:
1) La propuesta de ingresos y de precios de los bienes y servicios no fortalece su debilidad estructural tributaria observada desde la década de 1960 ni mejorará la situación financiera de las empresas públicas ni su eficiencia ni la calidad de los bienes y servicios que proporcionan. Sólo es recaudatoria. Busca despojar de mayores recursos a la sociedad para dotar mayores recursos al Estado y los pobres resultados esperados indican que Calderón sólo aspira obtener el dinero necesario para evitar el colapso financiero del Estado antes de 2012 y transferir la bomba de tiempo al siguiente gobierno, que tendrá que negociar una reforma fiscal integral o sobrevivir con unas finanzas endebles y al borde del abismo. No enfrenta el problema de la inequidad tributaria, al contrario, la agrava al descansar básicamente en los gravámenes al consumo y marginalmente en el de la renta de causantes cautivos. Trata iguales a desiguales. Se afectará esencialmente a las mayorías y prácticamente mantiene intocados los privilegios de los grandes contribuyentes, las personas físicas de altos ingresos y las empresas. Calderón no pretende eliminar o reducir los mecanismos de deducción, elusión y evasión tributaria que sangran al Estado. No propone eliminar la consolidación fiscal ni la depreciación acelerada de los activos realizada por las empresas, no toca los regímenes especiales ni la especulación financiera y los dividendos. No aspira un ingreso a la renta (ISR) progresivo hacia arriba. No elimina los opacos fideicomisos hacia donde se desvían los ingresos públicos, ni sugiere severos mecanismos de sanción a los funcionarios responsables de su manejo. No ayuda a fortalecer las estructuras tributarias de las entidades ni municipios que supervisen, sanciones y acoten y garanticen en manejo escrupuloso de los recursos. En lugar de estimular la demanda como instrumento contra cíclico, los impuestos al consumo la deprimirán aún más, lo que retrasará la reactivación económica y empobrecerá más a 75 millones de personas.
2) La iniciativa del gasto público no busca racionalizar el uso de los recursos y preserva su inequidad. De aprobarse sin cambios, el costo del ajuste fiscal recaerá en el programable y los impuestos al consumo son las principales variables de ajuste de las finanzas públicas, porque son más fáciles de manipular, ofrecen resultados inmediatos y no cambian la naturaleza fiscal. El total real barajaría 0.6 por ciento, el programable 1.4 por ciento y el no programable –los financieros: la deuda pública interna y externa; el costo del rescate bancario y las empresas constructoras; los Pidiregas–, 1 por ciento. Dentro del programable, el corriente aumentaría 2.7 por ciento y los servicios personales 0.8 por ciento, la inversión física decrecería 0.8 por ciento y los subsidios, 41 por ciento. Se elevarían los recursos destinados a los poderes y prácticamente no se tocarían sustantivamente las prerrogativas de la insaciable burocracia –la panista, la legislativa y la judicial–. Allí la “austeridad” será ficticia, dado los insultantes presupuestos que se asignan (operativos, salarios y prestaciones sociales). En cambio, serían sacrificados ramos como de educación, salud, desarrollo regional, agua potable, comunicaciones y transportes, agropecuario, laborales y la sustentabilidad. Su “frugalidad sería de tierra arrasada. No se eliminaría el abuso, el desperdicio la corrupción y la duplicidad de funciones. En contrapartida, se agravaría la ineficiencia pública y sus rezagos. Se ofrendará el gasto social y el gasto como instrumento anticíclico. Su reducción complicará el estancamiento y afectará el futuro del país. Los egresos asistencialistas no evitarán el empobrecimiento, porque no se modificaran los factores estructurales que lo provoca. La mejor política contra la pobreza es el crecimiento y no el estancamiento, el empleo precario, el desempleo abierto o disfrazado, la “informalidad”; el deterioro de los salarios reales y la reducción o la pérdida de las prestaciones sociales; y el mezquino gasto social.
El paquete fiscal de Calderón maniáticamente ortodoxo no alterará la polarización social, la grosera concentración del ingreso y la riqueza en manos del 10 por ciento de la población y el empobrecimiento de 75 millones de mexicanos. Si en tres años del calderonismo el número aumentó en 5 millones, éste podría duplicarse en lo que resta de su mandato.
Las razones de clase para rechazar la política de ingresos son diferentes. Siempre dispuesta a tocarle la pierna a Calderón cada vez que los pide, ahora truenan en contra de él porque no les cumplió: cargar a las mayorías el costo del ajuste fiscal aplicándoles el Impuesto al Valor Agregado (IVA) al consumo de alimentos y medicinas, reducirles el ISR y eliminarles el IETU. Lo peor de todo es que quiere darle un arañazo a su riqueza, con el alza del ISR de la renta de 28 a 30 por ciento, el intento de acotar las deducciones a ese impuesto y al IETU, y el gravamen de 4 por ciento a las telecomunicaciones, porque supuestamente afectará las inversiones productivas y su “competitividad”, pese a que se mantienen los instrumentos de deducción, elusión y evasión tributaria que les permitirán evitar el pago fiscal o que sigan siendo marginales. El Consejo Coordinador Empresarial señala que la iniciativa es “incongruente”; no corresponde a las necesidades empresariales, es expoliadora; no acaba con los privilegios de la burocracia, entre ellas las pensiones, ni pone seriamente a dieta al famélico Estado. Furioso, su líder Armando Paredes dice que ya no buscarán entrevistarse con Calderón y amenazan con tratar de de tocarles las piernas al Partido Revolucionario Institucional y el Partido de la Revolución Democrática que, seguramente, no opondrán muchos escrúpulos. La Confederación Patronal de la República Mexicana anuncia que esa “propuesta lleva consigo el germen de un fracaso anunciado”: afectará la “competitividad y (el) costo-país, (las) inversiones y empleo, porque le pega al mercado interno, a las empresas y a la clase media y muy probablemente también a la baja. En resumen, si se aprobara, podría tener un impacto recesivo.
Como sucede desde la década de 1960, cualquier intento de tocar la riqueza de la oligarquía y la burguesía las transforma en un energúmeno que ha demostrado su capacidad conspirativa.
En sentido estricto, la política de ingresos atenta fundamentalmente contra los pobres y miserables. Desangrados por la pérdida del poder de compra de los salarios reales durante el calderonismo y afectados por el desempleo, la inflación, la crisis y la quiebra de expectativas, los doctores Calderón y Carstens quieren imponerle una sangría para remediar sus cuitas. “Democráticamente” quieren distribuirle ocho tipos de impuestos: 1) 2 puntos porcentuales más en el ISR a quienes ganan más de cuatro salarios mínimos; 2) 2 más como a todos los bienes y servicios como “contribución a la pobreza” y que, según Carstens, “no afectará a los pobres porque esos recursos se destinarán para mejorar su situación”, porque, según el patético panista Gustavo Madero, se les regresarán “copeteaditos” y “multiplicaditos” como limosna a través de los programas asistencialistas que han sido inútiles para evitar el aumento de las personas depauperadas; 3) 4 puntos más en los servicios a las telecomunicaciones; 4) la “cuota” de 80 centavos por cajetilla de 20 cigarros, que se incrementaría en el transcurso de cuatro años para ubicarse en 2 pesos por cajetilla; 5) el aumento de 25 por ciento a 28 por ciento al gravamen a las cervezas; 6) tres pesos más a las bebidas alcohólicas de más de 20 grados (whisky, cognac, ron, entre otras); 7) el alza de la tasa de 20 por ciento a 30 por ciento a los juegos y sorteos; 8) la mayor “contribución” en los depósitos en efectivo (IDE), de 2 por ciento a 3 por ciento, además de que ahora se aplicaría a partir de los 15 mil pesos y no de los 25 mil pesos como opera actualmente. A ellos hay que sumar el 15 por ciento del Impuesto al Valor Agregado. Es decir, los impuestos indirectos se ubicarían por arriba del 20 por ciento, según el consumo.
Para Carstens, esas cargas no son regresivas porque “quien más consuma, más pagará”. Eso es innegable. El problema es que no afectara lo mismo al 72 por ciento de la población (77 millones de personas) que participan con el 32 por ciento del ingreso monetario nacional, que perciben ingresos fijos que ganan hasta ocho veces el salario mínimo, en comparación con aquellos que concentran el 68 por ciento del total. A los privilegiados clasemedieros, la burguesía, la oligarquía y la elite política sólo representarán una anécdota.
Por desgracia, dicha sangría sólo elevaría los ingresos tributarios de 9.3 por ciento a 10.8 por ciento del Producto Interno Bruto, según Hacienda. (Véase cuadros anexos)
La tragedia de las mayorías no termina con el copeteadito y multiplicadito de gravámenes. Antes de pensar en su bienestar, tendrán que destinar otros pesos para las futuras alzas en los precios de las gasolinas, gas electricidad, agua y otros bienes públicos y el impuesto predial, además de la inflación generalizada, porque los empresarios trasladarán hacia sus cotizaciones finales esos aumentos.
Y será peor el destino de aquellos que pierdan su precario empleo o les recorten más sus prestaciones.
El paquete fiscal de Calderón puede calificarse de una manera: genocidio.
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