Los datos objetivos se imponen con rudeza: hay una crisis económica como no se había visto en 100 años; la violencia descontrolada se extiende y se generaliza, está ya tocando con insistencia las puertas de la política; la educación pública, en manos de una dirigencia sindical descalificada, expoliadora de su propio gremio, difícilmente podría estar en una situación peor, pero la privada, que se imparte ya en buena medida en inglés, no está mucho mejor y prepara a las nuevas generaciones, por regla general, muy superficialmente, sin hondura moral y sin valores nacionalistas.
El campo y la industria están desmantelados e improductivos y la banca, que absorbe a través del Fobaproa buena parte de la renta nacional, es casi en su totalidad propiedad de extranjeros.
Sólo medran unos cuantos: por un lado, los que se han colado con o sin méritos a la burocracia de alto nivel y, salvo pocas excepciones, en el mundo empresarial prevalecen voraces especuladores que ganan fortunas inmensas sin prestar un servicio socialmente útil a la comunidad de la que forman parte.
La alternancia que se inauguró en el año 2000, después de 75 años de gobierno monopartidista y presidencia lista, ya hace una década, abrió la esperanza de cambios profundos; sin embargo, el tiempo corrió sin que veamos aún resultados positivos. Fue en aquel año el momento en que se debió demostrar que la larga y plural lucha por la democracia y por el cambio de las estructuras no fue estéril; lamentablemente, no pudieron los panistas y la ocasión quedó en el recuerdo.
Varias razones pueden explicarnos el porqué de esta oportunidad perdida: una, sin duda, fue la injerencia de los llamados poderes fácticos, que si bien eran aliados del gobierno del antiguo régimen, éste podía más o menos sofrenarlos. Quien llegó en 2000 a Los Pinos, más por el apoyo de sus amigos que por el trabajo de su partido no podía hacer lo mismo, no estaba formado ni en la doctrina ni en la disciplina de la oposición panista y, sin principios en que sostener las acciones de gobierno, sin solidez alguna personal o de equipo, como se ha dicho tantas veces, desperdició su capital político, que se desgastó demasiado pronto.
Otro factor que sin duda hay que considerar es que, salvo en la ciudad de México y en algunos localizados lugares de provincia, los que con motivo de la alternancia llegaron al poder, en lugar de aportar a la política mexicana nuevas y más sanas fórmulas de participar en esta ciencia y arte de la dirección pública, imitaron y muy frecuentemente superaron a aquellos a quienes desplazaron. Las prácticas de usar los bienes del erario con un criterio patrimonialista no fueron desterradas para el futuro ni sancionadas las del pasado; los nuevos políticos, en muchas ocasiones, resultaron peores que los anteriores.
En las filas de la oposición panista se decía, y no sin razón, que la mejor escuela de gobierno era la oposición; señalando las fallas y las corruptelas de quienes están en el poder, los aspirantes a tenerlo se curan en salud para cuando lleguen a él no cometer los mismos errores que en su tiempo señalaron con dedo flamígero.
Lamentablemente esta creencia no resultó cierta en muchos casos y a lo largo y a lo ancho del país estamos viviendo el desastre económico, social y moral que nadie puede negar, que deriva en buena medida de que más de uno de los ciudadanos recién llegados a los cargos públicos olvidó sus principios e imitó a sus predecesores. Lo peor que nos pudiera pasar es que perdiéramos la esperanza de un cambio y que nos conformáramos con el fatalismo de que estamos condenados a vivir bajo la égida de gobernantes irresponsables; la sociedad es perfectible, al igual que sus integrantes.
No es fácil, ciertamente; por ello, es necesario que la ciudadanía se organice desde abajo, que se prepare para asumir el poder, porque no es posible que sigan las cosas sin cambiar, con injusticias y arbitrariedades durante mucho más tiempo. En 2000 no todo fue inútil: el gobierno de la capital del país demostró que sí es posible gobernar con austeridad, con honradez y con eficacia. Si en este lugar y en ese momento pudimos vivir un cambio real en la política y en los políticos, no es imposible que en unos años más se pueda repetir la experiencia.
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