Editorial: del Periódico El Zenzontle de agosto
En el México de la crisis profunda, más allá de los debates y refriegas entre los señores del poder y del dinero, la impunidad del terror de Estado quiere cubrirse con máscaras viejas: el paramilitarismo contra las luchas del pueblo organizado. Las estrategias que algunos creían abandonadas por la de la llamada «guerra de baja intensidad», esas que se resumían en la consigna de busca, persigue y aniquila, caminan al lado de la enorme manipulación propagandística, las campañas de miedo o shock por epidemias y cárteles asesinos, la corrupción de partidos y políticos profesionales y los llamados a votar, así sea para anular el voto, o para anular el sistema político.
Los paramilitares son fuerzas armadas fuera de la ley, ocultas a la antigüita con las mascaras de pistoleros, porros, golpeadores, o bien desatadas a la moderna como los sicarios del narco, los ex policías y militares que conducen fuerzas pagadas por terratenientes, líderes sindicales, mafias de comerciantes, y actualmente por los cárteles de la droga. Parecidas al ejército regular, sus actos y sus fines no son distintos. Pero como no son reconocidas como fuerzas armadas «regulares», no tienen que responder ante nadie, salvo las fuerzas que permitieron y alentaron su creación.
En este país se prefiere en los medios de información dominantes que se culpe de los crímenes de paramilitares a los personeros caídos en desprestigio o a mafias y a villanos segundones. Porque decir que son fuerzas vinculadas al gobierno y al Estado, no se admite, se pretexta que hacen falta pruebas. Y sólo cuando lo evidencian documentos o filtraciones de archivos de la policía política, o de sectores del poder, se considera algo anormal, localizado y hasta de ocasión. El Estado de derecho queda a salvo, «el uso de toda su fuerza» sigue siendo considerado por el vocerío del poder como legítimo y hasta necesario, pues las fuerzas armadas del Estado están para darnos seguridad y paz social.
El paramilitarismo en realidad es un fenómeno que existe en muchos países y en cada uno tiene historias y características distintas. En nuestro continente, Colombia es conocida en los años recientes como el país más afectado por este modo de golpear a las resistencias populares y cuyo gobierno más ha fomentado su creación, al grado de incluir a parte de sus mandos en áreas del poder. Antes fueron Guatemala, Perú y Brasil los que aportaban al mundo criminal del terror de estado, las figuras de escuadrones de la muerte, guardias blancas, patrullas civiles y hasta milicias de «autodefensa».
Sin embargo, la doctrina de seguridad nacional y la estrategia de contrainsurgencia que difunden los asesores militares estadounidenses en todo el continente son los lineamientos para la formación de grupos paramilitares. Se trata en unos casos como lo dice Carlos Medina Gallego en Lógicas y procesos del paramilitarismo: «un proceso de privatización del ejercicio de la fuerza, la ley y la justicia por sectores afines a los propósitos y razones de Estado ante la incapacidad del mismo de operar en contextos regionales en el marco de los parámetros institucionales existentes. El fenómeno paramilitar se dio como una práctica del Terrorismo de Estado.»
Pero los paramilitares no son una fuerza autónoma; ello se ha demostrado en su criminal participación en las masacres como Acteal, en Chiapas que no son independientes dentro de los conflictos. Cumplieron y cumplen el papel de minar la resistencia, destruir el tejido social, atemorizar y «castigar» a las comunidades y pueblos organizados, de ubicar, y perseguir a militantes y a dirigentes sociales, periodistas democráticos, promotores de salud, educación, cultura y hasta religiosidad comunitaria.
En ese contexto, los paramilitares en México combinan con oportunismo táctico la máscara de grupos de las diversas mafias del narco o las tribus modernas de los partidos políticos, más allá de los cacicazgos tradicionales. Así lo denunciaron las comunidades y pueblos de las Juntas de Buen Gobierno de base zapatista en Chiapas acosadas por seudo organizaciones de productores, grupos priístas y perredistas; igual lo han denunciado muchas de las organizaciones sociales oaxaqueñas de la APPO; y más recientemente la intensa presencia de «grupos de sicarios» supuestamente del narco, protegidas por el gobernador Zeferino Torreblanca y por grandes caciques, ganaderos, comerciantes y políticos en Estado de Guerrero.
Han tenido que ser los comunicados de las Juntas zapatistas o los de diversos grupos armados de la insurgencia o las entrevistas a guerrilleros del ERPI las que hacen señalamientos concretos de los vínculos ya visibles dentro del narco, los políticos y las fuerzas «regulares» bajo el mando del Estado.
El propósito de enmascarar la mano del poder como de criminales a sueldo de particulares es golpear al pueblo en resistencia sin costos políticos directos al gobierno, el Estado y la imagen del Ejército. Eso explica también por qué los soldados que atacan, violan o asesinan en Veracruz, Guerrero, Chiapas y Morelos, para mencionar sólo casos ampliamente denunciados, apenas si alcanzan la sanción formal de su institución como si actuaran individual e independientemente del Estado. Aunque en esos casos por lo regular sean parte de actos de guerra contra puntos sensibles de las mujeres y los hombres de comunidades y organizaciones en lucha.
La impunidad de tanta violencia contra el pueblo que lucha necesita por lo menos denunciarse. Desenmascarar sus vínculos con el narco poder y de las estrategias de terror de Estado, es un paso de legítima defensa.
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