A ello contribuye la imprecisión del artículo 13 de la Constitución que, estableciendo que el fuero de guerra vale sólo para delitos y faltas contra la disciplina militar, luego impone que su jurisdicción no puede extenderse sobre personas que no pertenezcan al Ejército, sin precisar de nuevo que, eso, sólo en caso de delitos y faltas contra la disciplina militar. En la legislación derivada y, en especial, en el Código de Justifica Militar, artículo 57, fracción II, se dice que son delitos contra la disciplina militar los del orden común o federal
cometidos por militares. En el derecho penal internacional es algo que resulta inadmisible.
En estricto derecho, si un miembro de las fuerzas armadas comete un delito tipificado en la legislación común o federal, como se usa decir, debería ser juzgado por un tribunal del orden común o del federal y no por un juez militar. A ello se atiene el principio del juez natural
, el que es designado para juzgar de una materia en especial y, en el derecho penal, de un cierto tipo de delitos o contravenciones en igualdad de circunstancias para todos los ciudadanos, incluidos los militares. Estos no pueden evadir la justicia del derecho establecido, para ser juzgados aparte y por sus pares, porque eso constituye ya un privilegio indebido y contrario a la Carta Magna.
Los militares mexicanos y, entre ellos, sus muy limitados juristas, han impuesto la idea, absolutamente contraria a la justicia, de que cualquier acción delictiva que se comete estando en servicio activo es una falta a la disciplina militar, trátese de lo que se define como delitos estrictamente militares, como mostrar cobardía ante el enemigo o desobediencia al mando o, también, de ilícitos como el homicidio, el robo, la violación y todo lo demás, con lo que se excluye a los militares de la acción del juez natural y, encima, se violan los derechos humanos de los propios militares.
Ha sido ampliamente documentado por multitud de organismos y asociaciones dedicados a la defensa de los derechos humanos cómo los jueces militares en nuestro país no deciden en verdad sobre la materia delictiva, sino más bien y por lo general sobre la materia disciplinaria. El soldado o el marino que cometen homicidio, por ejemplo, casi nunca son vistos como presuntos homicidas, sino como infractores del código interno de conducta, con lo que, también por lo general, son exculpados de sus fechorías y reciben solo puniciones disciplinarias. Entre las decenas de miles de ilícitos cometidos por los militares casi se pueden contar con los dedos de una mano los que han sido sancionados.
En una obrita que publicó en 1948, el general y abogado Octavio Béjar Vázquez, y comentando la comisión de delitos bajo órdenes superiores, escribía: “… la ley represiva marcial considera al delincuente por obediencia como simple cómplice y no como autor, en el más desfavorable de los casos, es decir, cuando el inferior advierte que el cumplimiento de la orden implica la comisión de un delito, en el concepto de que las órdenes del superior se presumen legales; por eso aconsejan los tratadistas norteamericanos que la conducta más segura y sabia a seguir por el subordinado es la de obedecer la orden y examinar su legalidad después” (Autonomía del derecho militar, Stylo, 1948, p. 50). Los nazis justificaron sus crímenes de guerra y contra la humanidad con el mismo argumento.
Nadie puede desconocer que las faltas a la disciplina militar deben ser sometidas a proceso y, en su caso, a punición. Aun con su imprecisión, ya señalada, es justo lo que mandata nuestro artículo 13 constitucional. Pero en el derecho internacional se ha extendido e impuesto la opinión de que los militares que cometan delitos del orden común deben ser juzgados y sentenciados por los llamados jueces naturales, vale decir, aquellos juzgadores que por ley deben examinar y decir el derecho en esos casos.
No puede seguirse admitiendo en nuestro país, por el bien de la causa de los derechos humanos, de la justicia y también de la democracia, que nuestros militares se sigan escudando en un fuero tan mal concebido y peor interpretado que los pone, prácticamente, por encima de la legalidad, la justicia y la misma Constitución. Tampoco se puede seguir admitiendo que las atrocidades cometidas por miembros de las fuerzas armadas sean cosa de rutina porque se llevan a cabo en estado de guerra
y en zonas de guerra
. También en el derecho internacional se ha abierto camino la convicción de que los delitos deben juzgarse como tales, incluso en esas circunstancias, y no verse como simple cumplimiento del deber por órdenes superiores.
La responsabilidad penal debe ser juzgada por los tribunales penales establecidos para el efecto por la Constitución y por las leyes y no porque un militar alegue un estado de excepción en su caso que resulta en un privilegio ilegal y anticonstitucional para evadir la justicia y en la virtual y muy aceptada impunidad del delito y de la violencia contra la sociedad y su pueblo. Menos se puede aceptar que los órganos del Estado como el Poder Ejecutivo o la Comisión Nacional de los Derechos Humanos salgan en defensa de delitos inauditos como la violación de una anciana indígena que, según eso, murió de gastritis.
Ahora la Suprema Corte se ha decidido, finalmente, a atraer un caso de violaciones de la legalidad y de los derechos humanos por militares en Sinaloa. Se trata del asesinato de cuatro jóvenes a manos de militares en una localidad de Badiraguato. Hay cinco militares consignados por homicidio y lesiones. Se trata del amparo contra leyes en revisión 989/2009 (artículo 57, fracción II, del Código de Justicia Militar), al que se acompaña un alegato de la Comisión Internacional de Juristas que deberá tomarse en cuenta. Esos militares deben ser juzgados por jueces naturales y no militares. Veremos de qué color pintan nuestros supremos juzgadores.
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