Luis Linares Zapata
Inmerso en un deseo de trascender al mundo de la política hemisférica y hasta global, el señor Calderón se lanzó canturreando al foro de Davos, Suiza. Quiso poner ahí su indeleble marca personal y lo logró. Fue un verdadero salto al vacío que aterrizó en una reunión plagada de fracasos y cadáveres. Lo primero de ideas y lo segundo de luminarias: unas, porque no asistieron a tan sonada cita, y otras, porque ya son estrellas en extinción. Pero el señor Calderón, y la banda de resonancia que lo acompañó, no calibraron ni entendieron tanto la sustancia como el envoltorio que condicionaba dicho foro. Ahí se juntaron, durante largos y frívolos años de frenesí expoliador, todos aquellos que ahora son señalados, con sobradas razones, como los culpables directos de la crisis planetaria en proceso. El ocaso de un modelo diseñado para conservar y agrandar privilegios y la inequidad.
Las consignas de apertura de las economías a los flujos del capital trasnacional fueron repetidas hasta el cansancio en el Davos de los primeros tiempos, los de bonanza y esplendor. Pero otras más fueron redondeando el modelo en boga: la entrega de los bienes y servicios públicos a manos privadas. El papel protagónico del empresariado como fuerza transformadora y guía indiscutible del crecimiento, desembocó en concertados saqueos de piratas internacionales con ribetes de decencia que la crisis actual ha desenmascarado por toda su patanería y ambición desmedida.
La inserción subordinada a la globalización de las economías, llamadas en desarrollo, se impuso sin contemplaciones ni misericordia para con los desvalidos. Los estándares, llamados de clase mundial, se mostraban como procesos a imitar por los mercados emergentes junto con el comedido y caro sometimiento a las calificadoras, que fueron complementos para facilitar el pillaje santiguado por el foro de Davos.
Ahí se fueron a meter, con candor inocente, el señor Calderón y su troupe de acompañantes, seguros de su papel que creen histórico. Para ello invirtieron amplios recursos en propaganda de fulgurante mercadología. Fueron con el ánimo de revertir la mala imagen que ya inunda los medios decisorios, por la galopante inseguridad, un clima poco propicio para los negocios y las inversiones que son tan necesarias, según la opinión de entreguistas distinguidos. Proclamaron la firmeza, la solidez de un sistema bancario que resistirá, según difundieron, los más pesados o negativos efectos de la crisis actual. El refuerzo de la línea de crédito por 30 mmdd extendida por el Tesoro estadunidense asegura el valor del peso, afirman sin titubeos.
Pero la cúspide, el momento estelar del señor Calderón, se presentó cuando, con desparpajo notorio, con facilidad de palabra en lengua inglesa, se identificó con ese otro personaje asiduo concurrente a esta clase de aparejos: Ernesto Zedillo, de infausta memoria para los mexicanos que padecen y seguirán sufriendo el demoledor efecto de sus ventas de garaje a cualquier postor (de preferencia extranjero) y el dramático error de diciembre (Fobaproa-IPAB.) ¿Cuál es la diferencia entre estos dos sujetos? O, más aún, de ellos con sus similares Salinas o Fox. Se tiene que concluir que no hay ninguna. Las variaciones son de matiz, de circunstancias, pero, en el fondo, son idénticos. Son comparsas de un grupo de poder autoritario, depredador, cleptómano, ineficiente, que ha incautado al Estado nacional.
Las diferencias entre tan insignes actores de la escena pública mexicana son ridículas, las igualdades son majestuosas, ahora incrementadas por la sobremesa y los mutuos elogios que se dieron en el foro citado. La coincidencia entre los partidos donde por parejas militan (PAN y PRI) los ex presidentes y el señor Calderón son totalizadoras. Ambas organizaciones, junto con otra chiquillería adicional (Verde, Panal y ciertas facciones de la izquierda) son franquicias detentadas por la plutocracia gobernante de este México decadente.
También quedó redondeada la escasa o, cuando menos, parcial, comprensión de la crisis actual tanto del señor Calderón como del encargado de la hacienda pública. Aun en el aspecto meramente técnico les falla la precisión, pues la reducen a los meros circuitos financieros. Se olvidan, o peor aún, desconocen sus vertientes sociales, tan dañinas en materia de seguridad colectiva. De las derivadas culturales ya para qué hablar, pues no apresan, con su poca o escasa sensibilidad, los temores ante la violencia y los horizontes cerrados que atosigan a las mayorías. La crisis mundial, que navega sobre esa otra, prolongada y continua, de naturaleza interna, tendrá efectos insospechados en la política y su desdoblamiento electoral. El proceso de competencia que culminará en julio hará evidente ciertos efectos que ya se hacen notorios. El despertar de una masiva conciencia de los daños y de la incapacidad del sistema establecido para darles cauce y salida, o de las malformaciones estructurales que se reproducen a sí mismas con ferocidad inauditas, es un fenómeno novedoso insertado en las entrañas mismas de la crisis y que no tiene comparación con el pasado. Algo, o mucho de ello, aflorará en las urnas venideras.
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