domingo, 7 de agosto de 2011

¿Otra revolución? Parece imposible. Es urgente

Desfiladero

¿Otra revolución? Parece imposible. Es urgente

Jaime Avilés
Lo que sea de cada quien, es notable el bajo perfil que mantiene Enrique Peña Nieto. Habla ya muy poco, lo menos que puede. Mientras todos opinan, se conserva en estado zen. En términos futbolísticos, tiene congelado el balón, pero debe mirar con angustia el avance del reloj y la desesperante caída de las hojas del calendario, al que —desde su punto de vista— aún le queda toda una eternidad por transcurrir antes del primero de julio de 2012.
¿Para qué guarda silencio, como si fuera un carmelita descalzo y no un político que aspira a ocupar la pequeña presidencia de este gran país? Claro: para no perder su apabullante ventaja en las encuestas ni desengañar a quienes ya lo perciben como el inevitable sucesor de Calderón.
Más temprano que tarde, sin embargo, tendrá que declamar sus ideales y recitar sus propuestas. Mientras ese día llega, el patético circo de los enanos del PAN intenta sin éxito montar el clásico sketch de Buster Keaton, "la ambulancia que no va a ninguna parte", que no hace mucho, ensayando Violetita, le aprendí a la maestra Shadai Larios.
Por su parte, el coro de los levantacejas, un día sí y otro también, manifiesta, reitera y repite su enorme preocupación por el futuro del PRD, un tema que al parecer desvela a toda la opinocracia. Como si tocaran bajo la batuta de un director, todos los miembros de esa orquesta insisten en que si Marcelo Ebrard no es el candidato del PRD, ese partido perderá su registro, si bien le va, porque si le va mal quedará a deber votos para los comicios de 2018.
No es broma: el más retrógrada de los "líderes de opinión" de Televisa, escribió el año pasado que la percepción que la gente tenía de Andrés Manuel López Obrador en aquel entonces era tan, pero tan negativa, que lo hacía aparecer en los sondeos con "menos 40 (sí, -40) por ciento de preferencias".
Lo que no se entiende es esto. Si los opinantes odian a la izquierda mucho más que el estrecho de Anders Behring a los musulmanes de Noruega, ¿por qué se oponen a que el político tabasqueño sea el abanderado perredista? ¿No sería más lógico que lo apoyaran en sus aspiraciones, para ayudarlo a echarse de cabeza al precipicio? Algo, desde el fondo del fondo de las sospechas, sugiere que en realidad ellos y sus patrones están aterrados ante el riesgo cierto de que vuelva a encenderse el fuego de la pejemanía y el máximo dirigente opositor del país empiece a crecer exponencialmente en el ánimo del pueblo, no bien Peña Nieto salga de la zona del silencio y diga lo que tenga que decir.
Porque, seamos francos, ¿qué puede decir Peña Nieto que no haya dicho Calderón? ¡Nada! (Perdón, me exalté: retiro los signos de admiración.) Nada. ¿Y si Peña Nieto se desploma quién va a crecer? ¿Don Beltrone?
¿O tal vez si se hunde Peña Nieto crecerá Santiago Creel (a quien Fox desea imponer como candidato del PAN para garantizar que su partido le devuelva la Presidencia al PRI, tal como en su momento lo pactó con Salinas)? ¿O crecerá, si no, alguno de los enanitos del circo, por ejemplo, el Cordero que bala en Hacienda, Josefina Vázquez Mota, que no se tentó el corazón para dejar sin ingresos ni prestaciones a las trabajadoras de Educación Indígena de la SEP que se negaron a mudarse a un edificio en ruinas, o el oráculo que para alimentar su candidatura entorpece la erección de la Estela de Luz y Fuerza?
México necesita desesperadamente un estadista que tenga la estatura y la grandeza de Benito Juárez o de Lázaro Cárdenas. Anteayer, no sólo se desplomaron todas las bolsas de valores del mundo, ni se devaluaron únicamente el dólar y el euro, también bajaron de precio el oro, la plata y el petróleo. Mientras la verdadera presidenta de Estados Unidos viajaba en secreto a China (¿para pactar qué, con los líderes de la economía que les da de comer a nuestros vecinos del norte?), su elegante mayordomo se comprometió a no cobrarles impuestos a los ricos, a cambio de recortar los programas sociales y las ayudas a los pobres durante los próximos 10 años. ¿De qué le sirvió esto al mundo?
Europa todavía no sale del agujero de los 440 mil millones de dólares que necesitaba Grecia para no colapsar a toda la UE, y ahora Italia, con un déficit muchísimo más grande, desató el pánico financiero global. Pero mientras los países del grupo Pegi (Portugal, España, Grecia e Italia, no Pigs, como dicen los supremacistas británicos), sufren los estragos de la absurda política monetaria que alcanzó su máximo nivel de incompetencia —y está a punto de cerrar una etapa de la historia humana, que se inició después de la Segunda Guerra Mundial, pero entró en fase crítica luego de la desaparición de la Unión Soviética—, la nueva directora del FMI, Christine Lagarde, está a punto de caer en desgracia.
¿Qué haría un estadista mexicano en una situación tan grave como ésta? Además de aplicar estrictas medidas de austeridad, recortando a la mitad los sueldos de la alta burocracia; de crear miles de empleos acelerando a fondo la construcción de las refinerías que faltan para que dejemos de importar gasolina; de invitar a los migrantes que ya viven aquí a repoblar el campo y renegociar el TLC en materia de agricultura para que México vuelva a producir los alimentos que consume; además de todo esto, y de invertir en educación superior e investigación científica y tecnológica, un estadista, en estos momentos, leería con lupa la oportuna y atinada nota que ayer publicó Susana González en este diario, y que pone de relieve uno de los aspectos menos visibles y más absurdos de la política salinista aplicada por Calderón.
Entre 2006 y 2010, las firmas extranjeras que controlan 40 por ciento del territorio nacional explotando minerales del subsuelo produjeron 220 toneladas de oro y las vendieron en el mercado mundial por 5 mil 753 millones de dólares, pero sólo pagaron entre cinco y 111 pesos por cada hectárea que usan. Para fortalecer sus reservas internacionales, el Banco de México adquirió una modesta porción de ese oro a razón de mil 600 dólares la onza, o 52 mil 800 dólares el kilo. Es como lo que pasa con el petróleo: exportamos naranjas e importamos jugo de naranja, pero en el caso del oro compramos el jugo de las naranjas que les regalamos.
Un estadista, para decirlo pronto, volvería a nacionalizar las minas. Pero antes tendría que encabezar una revolución. Quienes quieran impulsar esa revolución, sólo necesitan que el único estadista que hay en México gane las elecciones de 2012. Parece imposible. No lo es. Y no hay otra salida. Bien lo saben miles y miles de mexicanos, en su mayoría personas de la tercera edad, que siguen luchando con una tenacidad tan profunda como su esperanza, y que asisten semana a semana a los círculos de estudio de Morena, reparten Regeneración, y se esfuerzan por construir los 65 mil comités ciudadanos que, el primero de julio, cuidarán los votos que reciba Andrés Manuel López Obrador, casilla por casilla.
Por lo pronto, este martes, a las ocho de la mañana, todas y todos a la Cámara de Diputados, a rechazar la aprobación de la ley de seguridad nacional. Es decir, la legalización de la dictadura militar que Estados Unidos quiere imponernos a toda costa, con el apoyo del PRI, del PAN y también del PRD salinizado por Ebrard y Camacho.

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